Es lindo verlo sufrir a Pep. Verlo caminar en círculo como un león en una jaula, escupir al suelo, gesticular. Es lindo verle pedir respuestas al infinito, al cosmos, al Dios en el que no cree. Y que el fútbol, verdugo altivo, se las niegue. Me gusta verle la frente arrugada por esa tensión, por esa duda que siembra el fracaso. Disfruto cada vez que su ecuanimidad se rompe en mil pedazos.
Me alegra verle así no porque me disguste su figura, que por el contrario me ha hecho feliz en muchas tardes y de cuyo genio no tengo ninguna duda. Sino porque sus fracasos, sus tropiezos, son una puerta abierta hacia lo impensado. Una atípica demostración de que no es un barato lugar común soñar con que en el fútbol los imperios son de arena. Y se derriten. Y se ahogan en el mar.
Agradezco verle caer, verle sufrir, porque me hace recordar ese tedio estético, al que me hice adicto, con su Barcelona perfecto. Porque me recuerda que yo también quise hacerle un altar. También afirmé prematuramente haber descubierto, gracias a él, los misterios de este juego.
Verlo caer de rodillas me recuerda ese tiempo amargo y arrogante en el que solo me hacía feliz el Pep Team. Todo lo demás se me antojaba plano y superfluo. No había para mí más caminos al gol que los señalados por Pep. En su fútbol total terminaban todas las preguntas.
Pero resulta que no. Que los caminos al gol son infinitos misteriosos e impensandos. ¿O no, Pep?
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