Sebastián Nohra, sin erudiciones ni disertaciones filosóficas, quiso explicar por qué, desde niño, el fútbol ha sido su religión. Y porque es tan poderosa como cualquier otra.
Yo soy un tipo que hace tiempo abandonó el laberinto de pensar a Dios. Soy agnóstico y me declaro impedido –como todos los seres humanos lo son- para decretar la existencia de un dios. Mi refugio ha sido la pelota. No recuerdo haber sido más feliz que cuando jugaba a la pelota, y sobre todo, cuando ella hacía lo que yo quería. De manera natural, en la soledad de un recreo y desde la hostilidad que puede ser el mundo visto con los ojos de un niño, le entregué las lágrimas de mi infancia a un juego. Y eso fue lo lindo, que fue natural. Nadie me obligó a que me brillaran los ojos cuando veía un balón.
Diferente a lo que hacen las grandes religiones monoteístas, que le roban a los niños lo más sagrado que tienen: su derecho a encontrar su propia verdad. Porque bautizar, sacramentar, adoctrinar a un niño desprovisto de cualquier armadura intelectual es absurdo. Lo hacen para asegurarse seguidores. Para ampliar los tentáculos de su doctrina.
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La comunidad del fútbol es tan grande como cualquier religión. Y como cualquiera de ellas, tiene sus códigos, sus símbolos, gestos, sentimientos, creencias compartidas por millones. Como la cruz apostólica romana, el gol ha demostrado ser el símbolo deportivo más transversal a la humanidad. En una cancha cualquiera, mediados por un balón, se podría enfrentar a 22 personas de diferentes nacionalidades y cada una con un idioma distinto, y en algún momento llegarán a organizarse. Hermanados por el balón, casi sin darse cuenta, compartirán un fin: llegar al gol.
Sin importar los idiomas, culturas y nacionalidades, hay que decir que el fútbol es una religión politeísta. Como el Hinduismo, puede tener miles de dioses. Cada cual puede decidir a quién seguir, a cuál adorar. Quisiera invitar a reflexionar a los eruditos antipáticos y a los intelectuales que miran con recelo al fútbol, cuando oyen frases tipo: ¨Messi es un Dios¨.
Darle categoría de deidad a un jugador, hace parte del juego, del encanto del fútbol. Es mística. Narrativa feliz. Es un ejercicio literario del futbolero, que construye su propio Olimpo. Dios no pudo librar a las Malvinas de los ingleses, pero Maradona sí pudo afanarlos y humillarlos a pura gambeta. Los futboleros de a pie sabemos que lo que hace Iniesta con un balón es imposible, digno de un Dios. Cómo negarle el derecho a alguien de decirle Dios, a quien siendo una estrella permanece en tu equipo a pesar del descenso y defiende con 38 años tu arco, como si fuera un crío de 17. Quien ha hecho de un futbolista su Dios asiste, cuando éste así lo quiere -con un gol imposible, con un caño, con un pase improbable- a un desprendimiento de la realidad, a una experiencia espiritual, religiosa.
Las religiones se han creado como un puente entre las personas y los dioses que dicen representar. Para ello, se crearon instituciones, jerarquías, redes políticas, leyes, libros sagrados. El fútbol tiene sus jefes y jerarcas. Tiene su Vaticano y su pontífice. También ha construido un entramado institucional transnacional para expandirse y venderse. Y también –tristemente- ha servido para alcanzar propósitos despiadados y corruptos. Ha servido como herramienta de poder y enriquecimiento de delincuentes de sangre negra. Pocas cosas más miserables que agazaparse en la religión para saquear recursos y hacer política. Pero más allá del delincuente de turno, la religión es de quien la hace suya. De quien la incorpora a su vida, como algo valioso en su paso por esta vida.
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El fútbol, como la religión, es un desagúe del alma y del corazón. Puede ser –y lo es- ese espacio donde el deprimido halla sosiego. Es muchas veces, el paréntesis de las frustraciones de la vida. El paréntesis de las frustraciones del jugador profesional y del amateur, del hincha de estadio y de televisión. La capacidad de placebo emocional que tiene el fútbol es sorprendente. Logra que una persona piense y sienta por un instante, que la vida entera transcurre dentro de un rectángulo verde. Logra, sin proponer dilemas metafísicos, ni dualidades entre el bien y el mal, que lo único real y verdadero, sea ganar un balón dividido, llegar temprano a la cobertura de tu lateral, presionar cuando se pierde el balón, circular para defender el resultado, jugar de espalda para atraer a los centrales y sentir que, después del gol, no existe el más allá, después del gol, no hay nada más.
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Twitter: @sebastiannohra