El ocio llamado fútbol es una pieza central de nuestras sociedades, así como lo fue la plata americana en todo el orbe.
A finales del siglo XIX, el famoso escritor inglés Robert Louis Stevenson dedicó unas páginas admirables al ocio. Se titulaba: “Apología del ocio”, un ensayo sedicioso en contra de los infatigables trabajadores de la Inglaterra victoriana. Con su habitual humor fino, Stevenson repasó, examinó y cuestionó en su estilo burbujeante y alegre, los valores del éxito, de la especialización de las profesiones, de la burocracia, de la fama y de la competencia, que se propagaban y tomaban un vigor digno de crítica.
No fue casual. En un mundo todavía dominado por la agricultura, la industria crecía con sus ferrocarriles, encumbrados de carbón, hierro y acero, humeantes y feroces en aquella isla. Stevenson estableció una división entre trabajo y ocio que sería cada vez más reconocida y regulada por el Estado. Saturado y hastiado, contemplaba en las huidas a los verdes campos un refugio inviolable, en donde podía disfrutar extasiado tumbado sobre la hierba de las bondades gratuitas del ocio. Por ningún lado figuró el fútbol.
Que el ocio fuera reconocido en tiempos de este escritor es una cosa. Pero que desde entonces el fútbol se haya convertido en una de las principales actividades dedicadas al ocio en todo el globo merece una explicación. En efecto, este hecho se nos revela como un proceso consolidado, aunque no acabado, pero cuyos desarrollos tempranos nos escapan y nos desconciertan. ¿Por qué y cómo dejaron de lado los colombianos para el disfrute las peleas de gallo, el tresillo, los juegos de naipe, las radionovelas, las lecturas en voz alta, las corridas de toro y el tejo? ¿En qué momento los jóvenes de los clubes sociales alternan o prescinden del tennis, del polo, de las excursiones a la sabana, de la bicicleta y de las patanerías en las calles? ¿Por qué se vuelve socialmente aceptable vivir del fútbol? ¿Cómo explicar esta curva ascendente? Ciertamente, estos asuntos sin resolver para nada ociosos están lejos de pertenecer a la categoría bostezo.
Es curioso que el ocio haya estado acompañado de la relativa ausencia de violencia. Ya no vivimos en tiempos de los romanos en que algunos se divertían con los gladiadores. Entonces, en cuanto al ocio, no hablamos únicamente de que sea agradable. No debe implicar que un león se atragante con un fémur humano. El fútbol brinda la posibilidad de descargar tensiones y frustraciones. Y ciertamente, vale la pena preguntarse, ¿a dónde ha ido a parar ese espíritu guerrero del siglo XVII –el más belicoso del mundo moderno? Una nueva mirada sobre el ser humano, acerca de cómo resolver sus disputas, reprimir y moderar sus pasiones, desarrollada en los últimos siglos, bien puede iluminar este pasadizo oscuro. No deja de llamar la atención que algunas iniciativas de paz tomen lugar a través del fútbol en lugar de que el rebaño sea conducido a una iglesia.
Podríamos agregar como otro rasgo característico de este ocio, la incuestionable profesionalización y comercialización del fútbol moderno. Hay que explicar entonces la aparición de clubes, de ligas amateurs, de escuelas de árbitros, de periodistas que cubren eventos, de espectadores que los pagan, y de su práctica en los colegios y las universidades ¿Es posible vivir del ocio? Por supuesto. Entonces, el fútbol ha abierto una puerta desconocida hace siglo y medio para los comerciantes. Brotan aquí y allá, las canchas rentadas, los almacenes, la indumentaria y el calzado. Y para quien es demasiado ocioso pero ama el fútbol, los satélites son capaces de brindarle el espectáculo en casa. El único ejercicio requerido será prender el televisor.
Cada vez más personas se interesan por estas preguntas sin que sea posible ofrecer una respuesta general. La historia del fútbol puede ser más apasionante que las fechas, las estadísticas y las rivalidades entre clubes. Su importancia no me parece menor. Es un ocio fuera de lo común. Un arqueólogo del año 2400 se sorprendería con los millones de canchas de fútbol enterradas tanto como hoy nos sorprendemos con las piezas de ocho españolas escarbadas en Catay, Goa, Manila, América y Europa. El ocio llamado fútbol es una pieza central de nuestras sociedades, así como lo fue la plata americana en todo el orbe.
El hombre moderno –y cada vez más mujeres- hastiado, saturado y atrapado en cierta medida por los horarios de trabajo, por la ambición de éxito profesional y por ende de reconocimiento público, no se ha esfumado. Pero adentro o por fuera de las ciudades, se escapa a unos verdes prados por una bocanada de aire fresco. No importa su condición social. No importa si es Inglaterra, o la India o alguna remota república de América. La búsqueda de la emoción en el ocio no ha desaparecido. Ya no es del todo extraño y descabellado que refiriéndose al fútbol alguien pueda sentirse tentado a jugar al simio imitador y emprender como lo hizo Stevenson hace un tiempo una “apología del ocio”. A fin de cuentas, ¡cuántas novelas, biografías y artículos no se dedican al fútbol! Notar estos hechos es menos relevante que explicarlos. Y sin embargo, tal vez el primer paso para lograrlo sea inquietarnos por su número abultado, cotidiano y rutinario, que esconden su carácter histórico, de enigma y de misterio.