Por qué amo a Luis Suárez

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Luis Suárez es de extremos: se odia o se ama. En las siguientes líneas, Martín Lleras se despacha en elogios hacía el delantero uruguayo, sus manías pendencieras y sus costumbres reprochables.

 

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Lo confieso: admiro profundamente a un ser abominable y pendenciero, showsero, teatrero y caníbal.

 

No es que sea incapaz de reconocer lo que es reprochable en su forma de actuar. Reconozco una injusticia cuando la veo. También soy capaz de sentir empatía. Sentí el dolor de los jugadores del PSG cuando Aytekin compró el engaño de Luis Suárez. Y eso que para entonces el gol de Sergi Roberto todavía estaba por caer.

 

Suárez se botó. Eso es indiscutible. Burló al árbitro. Se aprovechó –como tantos otros– de la falibilidad del reglamento. No es que no lo reconozca, lo que pasa es que no puedo condenarlo por eso. Perdón, pero como futbolero me queda imposible. No sé cómo sea Luis por fuera de la cancha. No sé a cuántos niños ayuda o cuáles son los valores que les transmite a sus hijos. Me tiene sin cuidado. Al nueve del Barca lo juzgo como lo que es, un futbolista. Al otro, al que habita por fuera de la cancha, no lo conozco. Ni yo, ni los hipócritas que lo acusan de tramposo.

 

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En frío, con un modelo ético de toma de decisiones en la mano, quizá otra sería la historia. Pero el fútbol no es “en frío” y las cosas deben ser analizadas en su justa dimensión. Todo aquel que ha jugado, el que alguna vez se calzó unos guayos, ha visto a buenas personas, de las que no matan ni roban, hacer cosas que en cualquier otra parte serían despreciables. En cualquier otra parte, pero no en una cancha de fútbol. No con un marcador apretado, al minuto 90’, cuando la gloria (la de la Champions o la de cualquier torneo de barrio) se escurre entre las manos.

 

Por eso admiro a Luis, porque en medio de tantos moralismos, de tantos pecadores que lanzan piedras, de tanta hipocresía, él se mantiene auténtico. En un contexto que exige corrección, y elegancia, y pulcritud, Luis se rehúsa a dejar de ser lo que es. No puede esconder sus ganas infantiles de ganar (y morder). Cuando el balón entra al área, Luis no sabe ni de bien ni de mal. Sabe de gol. De nada más. Él solamente quiere ganar. Así es el fútbol.

 

Sus incorrecciones me recuerdan el triunfo de la pasión sobre la razón. Su conducta desenmascara las incongruencias de la existencia humana, deja ver lo imperfectos y corruptibles que somos. Cuando Marquinhos le puso el brazo encima y él se dejó caer no vi a un tramposo, ni a un “vivo”, ni a un jugador de potrero, vi a un ser humano. A uno transparente, por paradójico que parezca.

 

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MVP


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