Monólogos de un fracasado: Javier

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A Javier no le gusta el fútbol. A Javier lo obligan a que le guste el fútbol. Javier, definitivamente, no encaja en el fútbol. En su historia —que es la historia de muchos— la pelota se patea con dolor y con odio. 

 

Monólogo primero

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A mi madre siempre le ha gustado el fútbol. Juntas, con mi abuela, me van a ver jugar a cada partido. Mi padre también va y lleva la filmadora y unos sándwiches para los tres. Y claro, también carga ese orgullo paterno de que yo esté en un equipo. Ese orgullo que comparte con los amigos cuando saca pecho y dice: “mi hijo juega fútbol, si lo viera.” No sé por qué dice eso. A mí nunca me ha gustado el fútbol. Y no soy tan bueno. Pero siempre he estado en equipos y torneos. “Si te esforzaras un poco, Javier, de pronto hasta podrías ser titular. Mira que para tu padre es muy importante” . Pero yo no quiero ser titular. No entienden. Ni suplente. Ni nada. Tengo ocho camisetas de diferentes equipos y tres pares de guayos. ¡Y no me gusta el fútbol, maldita sea! Y todos los fines de semana me llevan a los torneos. Y allá, en la cancha, la misma historia de siempre. Yo en la banca pensando en el momento que esta ridiculez se acabe. Lo único que me gusta es que tengo un amigo. Andrés, se llama. Él también es banca. No porque no le guste el fútbol sino porque es un tronco. Andrés se sabe todos los nombres de los jugadores de cada selección y de cada club. Ha estado en más de catorce equipos y siempre lo terminan sacando porque: “con todo el respeto, señora Carmen, su hijo no mejora, ya lleva 8 meses y sigue en las mismas”. Pero él insiste. Insiste y nunca puede. Los compañeros del equipo lo molestan. Yo no lo defiendo. Yo también, como él, soy medio cobarde. Pero el caso. Me gusta sentarme en la banca a hablar con Andrés o verlo sufrir por cada partido de nuestro equipo. Bueno, nuestro equipo es un decir porque los dos, aunque él no lo quiera aceptar, no pertenecemos. Andrés es una buena persona. Solo creo que está equivocado. Fuera de que no me gusta el fútbol todos esos chinos me la montan. “Javier, ¿usted es como cacorro o qué?”. “Javier, ¿cómo no le gusta el fútbol, tiene problemas o qué?”. Pues sí, sí, sí. No me gusta el fútbol. De pronto tengo problemas. No sé si soy cacorro pero si lo fuera, ¿qué tiene que ver eso con el maldito fútbol? Si fuera cacorro, acaso, ¿no podría jugar bien? Me han dado ganas de mandarles la cara y pegarles una buena rumbeada para que piensen que soy homosexual y dejen de joderme la vida. Y me echen del equipo porque seguro eso haría el director. Sí, eso haría Carlos, el director de cuarenta que siempre dice: “acá nada de maricaditas, no vamos a quedar como unas niñas. Somos hombres, maldita sea, y tenemos que demostrarlo”. Pues no me gusta demostrar que soy hombre. A veces me dan ganas de ser homosexual y que todos me jodan. Sí, y que me saquen del equipo por andar tocando piernas y mandando besos. Solo quiero dejar de venir todos los fines de semana a esta cancha a no hacer nada. A sentarme y esperar y esperar. Y peor si me toca jugar. Qué jartera es aguantar la emoción de mi familia y mi papá gritando y moviéndose de lado a lado como un loco los pocos minutos que juego y los otros chinos puteándome si hago un pase mal o si no quiero correr. Ojalá me enferme o el doctor diga que me hace daño jugar fútbol. Porque si no un día de estos voy a matar a alguien o me voy a matar a mí mismo.

 

 

Monólogo segundo

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La primera vez que jugué fútbol fue con mi papá. Él toda la vida quiso ser profesional, recuperador, pero una lesión lo mandó fuera de las canchas. “Si viera cómo jugaba yo. Era un seis puro, de los clásicos. En la mitad de la cancha nadie me pasaba y tampoco era malo repartiendo el balón. Su abuelo desde pequeño me llevó al estadio y me enseñó a patear y raspar. Como yo a usted. Es de familia.” Él dice que si no fuera por esa lesión habría sido un excelente futbolista y tendríamos mucha plata. “Mucha plata, para todo. Una casa con piscina, se imagina. Y unos cuatro carros. Qué verraquera. Hasta una finquita. Y usted una novia bizcocha. Pero no. Estamos vaciados.” Cuando se pone a hablar de su juventud yo me hago el que lo escucho y asiento con la cabeza. Pero estoy pensando en otras cosas. Me ha contado esa historia como trescientas veces y ya me sabe a chicle viejo. Y fuera de que no me gusta el fútbol me toca aguantarme esa carreta. Mi papá desde los 3 años me empezó a lanzar el balón. Y yo, desde esa edad, ya sabía que el fútbol no era para mí. Me corría siempre. No sé la verdad por qué lo recuerdo. Pero él me lanzaba el balón y yo me corría. Pero claro, como el viejo estaba y está todo frustrado, quiere que yo sí logre lo que él nunca pudo hacer. Pero es que acaso no se da cuenta ¿lo poquito que me importa estar en un equipo? No se da cuenta ¿lo poquito que me importa el fútbol? Preferiría salir a caminar por el barrio y comprarme un helado y quedarme algunas horas viendo a la gente pasear sus perros. Porque eso sí me gusta. Los perros. El helado. El parque. El aire libre. Libre de fútbol. Libre de todos esos idiotas insultándome. Libre de ese entrenador que va al baño a tocarse. Y mi papá también me obliga a ver los partidos. Todos. Y yo con ganas de leerme ese libro que me regaló mi tía. Pero no. “Los libros no enseñan nada. El fútbol. El fútbol sí le enseña a ser un hombre, crecer, saber defenderse. Así es la vida. Toca duro y mejor estar bien parado.” Y siempre la misma historia. Ser hombre y lo importante que es eso. Ojalá mis papás hubieran tenido otro hijo y que a ese hijo le hubiera encantado jugar. Y se fueran los cuatro: mi hermano, mi mamá, mi papá y mi abuela todos los fines de semana a los torneos. Y yo me pudiera quedar solo en la casa. Leyendo algo, viendo ese programa de los dos hermanos gemelos que tienen aventuras. Saliendo a comer helado y a consentir a los perros que pasean por el parque. Jugando con mi vecino a treparnos en los árboles. Y lanzarnos pequeñas pepitas rojas de un árbol que no sé cómo se llama. Lo que fuera. Lo que fuera menos jugar. Lo que fuera menos verle la cara de emoción a mi papá cuando entro a la cancha a no hacer nada. O escuchar sus gritos frustrados: “pero corra, no ve que no está haciendo nada. Métala la pata, hágale. Le he dicho que lo coja de la camiseta. Qué son esa falta de ganas.” Pero no. Soy hijo único. Hijo único de un padre que nunca pudo ser nadie. Una madre que le encanta el fútbol y siempre le sigue la corriente al esposo. Una abuela que tiene más de momia que de abuela.

 

 

Monologo tercero 

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Le zampé un beso al mono para que no me jodiera más. “Maldito maricón”, gritó desde el otro lado K, que me estaba viendo. El mono no alcanzó a reaccionar y lo llené de babas. Era mi primer beso. Y no es que me gustara el mono. Lo hice porque me tenía mamado. Apenas se dio cuenta de lo que había pasado, se quedó quieto, quieto, frío, no supo que hacer. Se puso rojo. Rojo, rojo, rojo. Abrió los ojos. Se limpió la boca. Me empezó a perseguir. Yo corría por toda la cancha y me reía. Aunque debo aceptar que estaba bien, bien cagado del susto. Pero me reía. Menos mal Carlos estaba en ese momento en el baño. Seguro se estaba tocando. Siempre hacía lo mismo mientras nosotros calentábamos. Lo sé porque una vez estaba que me orinaba y me tocó ir al baño. Y preciso, lo escuché haciendo esos ruidos raros. El mono me perseguía mientras todos me insultaban. “Cójalo y pégale bien duro por roscón”. Era raro. Siempre los veía mirándose entre ellos, tocándose la cola. Inclusive cogiéndose el pipí. Y ahora yo era el roscón. En las duchas se empelotaban y se empezaban a molestar. Y yo en la banquita, cubriéndome porque no me gustaba que me miraran. Y ahora yo era el roscón. Si le contaban a Carlos me iba a sacar del equipo y sería feliz por fin. Mentira, no creo que lo fueran a hacer. Disfrutaría más si me quedaba. Disfrutaría más sabiendo que era homosexual y diciéndole a todos: “tenemos un roscón en el equipo. Va a hacer cincuenta abdominales más y tres vueltas a la cancha”, mientras todos se reían. Y yo corriendo de lado a lado solo, o seguro con Andrés que por ser mi amigo le tocaría hacer lo mismo. Y los entrenamientos serían para mí un infierno, peor que el de ahora. Pero bueno. Ya qué. Le había zampado un buen beso a ese mono. Estaba destino a pudrirme en esa cancha.

 

Monologo cuarto

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Estaban mi mamá, mi papá y mis abuelos. La comida era pollo guisado, papa, arroz y jugo de mora. Era un viernes en la noche. Al otro día tenía partido contra uno de los mejores equipos de la liga. Siempre nos habían ganado, o bueno, les habían ganado a esa partida de idiotas. A Andrés lo habían sacado del equipo. Le dijo al director, en una especie de trance, que era una mierda y nunca lo metía. Sí, Andrés, la banca de las bancas. El gallina. El “qué loquita”. Ese mismo, mi amigo. Se había parado frente a Carlos, frente a todos los del equipo. Y le había dicho que era una mierda. Yo me sentí feliz. Me sentí pleno por un instante. Pensé que el fútbol sacaba lo peor o lo mejor de cada uno. Algo bueno, al menos. Lo malo es que ahora estaba solo en la banca. Solo, absolutamente. Ya no tenía con quién hablar. Solo en el rechazo, sin Andrés. Estábamos comiendo mientras pensaba en mañana. En el estúpido partido. En ver a todos otra vez embarrados y con caras de perritos tristes. Estaba pensando en el vaciadón de Carlos. “Pero Camilo, se volvió marica. Cómo va a dejar que ese chino le haga la misma jugada tres veces”. Y Camilo agachaba la cabeza. Y todo el discurso otra vez dele y dele con la maricada y la homosexualidad. Y Camilo “que yo no soy marica”. Y Carlos “que sí lo es, no vio cómo lo dejó pasar. Ni siquiera le metió un codazo. Marica, marica.” No quería volver a esa cancha. A ese equipo. A ver a ese calvo cachetón insultando a todo el mundo. “Soy homosexual y odio el fútbol. Y no es porque sea homosexual. Y no quiero volver a esa cancha. A esos entrenamientos”, grité en plena comida. Y todos se quedaron en silencio. Como si alguien hubiera muerto. Y ya veía al demonio subiéndosele a mi papá por el cuerpo. Y alistando la correa.

 

Monólogo quinto

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La última vez que vi jugar a mi papá tenía 7 años. Ése día se terminó de romper su rodilla. Iban empatando 0-0 y le dio por salir al ataque. Y claro, le quitaron el balón. No tenía tan buen control a pesar de sus declaraciones. Empezó a correr detrás del jugador porque no iba a dejar que les hicieran una contra y un gol. Mi papá. Mi papá perdiendo un balón y un partido por su culpa. Eso no podía pasar. Empezó a correr y no alcanzaba al 10 del otro equipo. Cuando ya iba a pasar la mitad de la cancha decidió lanzarse y en vez de pegarle al jugador con su voladora se enredó en el salto y cayó mal con la pierna izquierda. Y qué cosa tan horrible. Las personas que estaban en las gradas torcieron la cara en sincronía. Y por allá lejos se escuchó un “qué bruto” y una risa. Se le dobló la zurda y quedó colgando en plena cancha. El juego se paró y mi papá solo decía groserías. Yo lo iba a ver porque me tocaba. Porque si no, no me dejaban salir a jugar en las tardes con mi vecino. Y cuando lo vi con esa pierna vuelta nada, acepto que hasta me dio pesar. Algo de risa, es cierto, pero más pesar. Yo no quiero a mi papá y él no me quiere. Pero ese día sentí que la vida se la había acabado. Desde ese momento se volvió más amargado. Solo gritaba y peleaba con mi madre. Y conmigo. Conmigo era detestable. Mi obligaba a jugar. Me obligaba a ver los partidos de Santa Fe. Me obligaba a ponerme las camisetas y hasta celebrar los goles. Me obligaba a tomar cerveza con sus amigos. A aprenderme las canciones del equipo. Hasta me obligaba a hablarle al hijo de Fredy, el nueve del equipo. Él ya no podía jugar más y era lo único y lo que más le gustaba hacer en la vida. Ahí se acabó su vida y se acabó la mía. Desde ese día en adelante yo tendría que ser todo lo que mi padre nunca pudo.

 

Monólogo sexto

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Cuando llegué al colegio militar lo primero que me hicieron fue dañarme el libro que mi tía me había regalado. “¿Es que usted es de esos raros que lee o qué?”, me pregunto un niño de mi curso de 1.80, calvo y con los primeros despuntes de un bigote horrible. Desde ahí supe que todo sería lo mismo. Al menos me sacaron del fútbol los domingos pero igual me tocaba entrenar con los del colegio dos veces a la semana. Y correr todo el tiempo. Y madrugar. Y nada de programas de televisión y muy poca lectura de la que me gustaba. No siempre era fútbol y eso era bueno, pero sí la mayoría de veces. Flaquita, me decían los malditos. Solo porque no era puro musculo y hormonas como ellos. Y ahí, como en el equipo, también eran raros los niños. También se tocaban, se cogían, se molestaban desnudos. Y yo, yo era el marica. Yo era Flaquita. Otra cosa buena fue que dejé de ver un poco a mis papás. Era un internado y de vez en cuando salíamos. Ellos no querían volver a saber de mí y yo tampoco de ellos. Me molestaban todo el tiempo pero con el día a día fui aprendiendo a ignorarlos. Jugábamos casi siempre los martes en las tardes y me escogían de último. Aunque yo no quería jugar también me tocaba. Era parte de la rutina y cómo no cumplir una rutina en un colegio militar. Nadie se quería hacer conmigo en el equipo pero les tocaba. Y ahí sí se formaban los problemas. Creo que mi padre debió crecer con gente así y por eso le gusta tanto el fútbol, porque puede probar lo hombre que es. Eso era lo importante en el fútbol para ellos. Demostrar quiénes eran los más fuertes, los mejores, los más hombres. Casi siempre terminaban los partidos en pelea. Casi siempre contra mí. Aprendí a defenderme. Y si me tocaba pelear, pues peleaba. No era tan malo para las peleas. Y aunque prefería evitarlas, a veces sentía adrenalina y me gustaba. Me faltaban algunos años para terminar el colegio y suponía que ese momento también sería el final del fútbol en mi vida. Me gustaba leer, ir a cine cuando tenía tiempo fuera de la escuela. Mi papá se había comenzado a enfermar. Perdió el interés en mí. En su deseo de que fuera futbolista. En su orgullo de tener un hijo barón. Mi mamá se la pasaba cuidándolo y aguantándole todas las groserías. Creo que por un tiempo dejó de ver fútbol. Se le había acabado la vida con la lesión de rodilla y más después de lo que pasó esa noche en la comida. No me sentía mal. Ni conmigo ni con él. Mi mamá nunca se metió mucho en el asunto. Mi papá siempre era el que ponía la cara para todo. Las palabras. Los acuerdos. Las decisiones. A mi mamá le gustaba el fútbol pero no quería perder a un hijo por él.

 

 

Monólogo séptimo

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Era un viernes. Mi papá llevaba un mes en el hospital. Le diagnosticaron cáncer de garganta. Yo pensé que le había dado por haber gritado tanto en la vida. Me sentí mal al pensarlo. Pero creo que podía ser verosímil. Me faltaban dos meses para graduarme. Quería estudiar historia pero no había plata para la carrera. Desde el último año de colegio dejé de ver a mis padres. Me pagaban el colegio y ahí me daban todo. Mi papá nunca más pudo volver a jugar y ya casi no veía fútbol. Lo enfermaba más. A mí ya no me importaba si jugaba o no. Me daba la misma. En el colegio me dejaron de molestar y finalmente pude dejar de jugar fútbol y me dediqué a correr. No sentía odio por mi papá. Pero tampoco amor, cercanía. Todo lo que él quiso para mí, lo único que creó, fue más distancia entre nosotros. No iba a poder estudiar. Ellos no me iban a pagar una carrera “que no servía para nada”. Era un viernes y a mí papá le habían dado dos semanas de vida. No quería hacer nada. Sólo quedarse en la casa acostado, viendo cómo mi mamá sufría. Ya no podía ni gritar y creo que eso le hacía más daño. Fui a visitarlos. Mi mamá estaba preparando la comida. “Calentado de frijoles, como le gustan a su padre”. Mi papá estaba en la cama. Con los ojos en otro mundo. Con el cuerpo frío. Congelado en el aíre. Fui un momento a mi cuarto y vi que ya no había nada. Ni las camisetas de fútbol colgadas en la pared. Ni el reloj de Santa Fe que me regalaron a los 15 años. Ni la colección de guayos y de fotografías de los equipos campeones. Fui a su cama y lo saludé. Me senté en la silla al lado de la cama. No se volteó a mirar si quiera. Tenía los ojos tapados de muerte. Le cogí la mano y estaba helada. Me acerqué más hasta quedar de frente a él. Mirando toda su vergüenza. Toda su rabia contenida en un cuerpo enfermo. Le dije que lamentaba nunca haber sido el hijo que quiso. Le dije que lamentaba que nunca me hubiera visto celebrar un gol. O al menos haber sentido ese rabia compartida por no haber ganado. Por quedar eliminados faltando un minuto. Por haber perdido un balón. Le dije que lamentaba no haber sentido esa emoción por lo único a lo que a él lo había movido en la vida. Le dije también que nunca quise ser como él. Que nunca quisiera ser como él. Que no lo odiaba pero que tampoco lo amaba. Me soltó la mano y se la llevó a la barriga. Cogió el control del televisor. Buscó el canal de deportes. Le subió el volumen al televisor. En veinte minutos empezaría el clásico de la capital. Ya estaban pasando la transmisión. “Y bueno, esperar que esta noche vuelva a salir campeón”, dijo el comentarista. Mi papá dio media vuelta. Me dijo que le avisara a la mamá que esta noche no iba a comer. Fui a mi cuarto y me despedí de ese espacio blanco y vacío. Bajé las escaleras. Mi padre murió viendo un partido de fútbol. La final del torneo iba por la mitad mientras yo me despedía para siempre de él.

 

Espere, el jueves 27 de Julio, el Monólogo séptimo de Javier…

 


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