Olvídame

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Este cuento hace parte de “La no historia del fútbol”, el primer libro de cuentos de fútbol que Daniel Canal estará publicando en Hablaelbalón.

 

Estás sentada frente al computador y lees mensajes de apoyo que llegan no solo de Estados Unidos, sino de rincones tan lejanos los que jamás pensaste que te conocerían. Tus redes sociales van a reventar, y lees, o vuelves a leer porque ya los has leído muchas veces. Los mensajes dicen:

 

“Abby, el fútbol no va a ser lo mismo sin ti”.

 

“Vamos a extrañarte, Abby”.

 

“Gracias por demostrarnos que el fútbol no es solo de hombres, gracias a ti pude seguir un sueño”.

 

Siempre lo supiste, no sería fácil decir adiós y que el balón siguiera rodando sin ti, pero, a los treinta y cinco años, viste el punto final. No eres igual de rápida, igual de fuerte, te demoras más en recuperarte, no solo los músculos –las piernas–, de la cabeza también. Siempre supiste que pasaría, y finalmente llegó el momento.

 

Te arden los ojos y crees que es por el brillo de la pantalla, te ciega, por su culpa algunas lágrimas te mojan la cara. Lo piensas, no es verdad, no está bien decirse mentiras. Nunca consideraste lo duro que sería, más allá de tomar la decisión, comunicársela a todas las personas que te quieren, y para las que más allá de un deportista eres un superhéroe, mejor, una superheroína. Un modelo a seguir. Esa eres tú, Abby Wambach.

 

“Las mujeres también podemos, nunca lo vamos a olvidar”.

 

Sigues leyendo y debes aceptarlo, le vas a dejar un hueco enorme a una generación, a dos generaciones, así es la vida. Desde que se empezó a hablar de tu retiro el teléfono no ha dejado de sonar, y los mensajes y demostraciones de cariño han sido abrumadores. Ellos, tus fanáticos, ya te dijeron adiós, ahora es tu turno de despedirte.

 

La pantalla brilla, es inquietante, sabes que al otro lado hay millones de personas esperando tu respuesta. Ya lo hablaste con tu representante y los patrocinadores, despedirte va a ir más allá de un simple adiós, es la forma de dejar un legado. Vas a demostrarle a las niñas de todas partes que es posible conseguir lo que se propongan, así les haya tocado vivir en un mundo de hombres.

 

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También sabes que es parte de una campaña publicitaria de tus patrocinadores, y tu retirada será un golpe mediático para posicionar sus productos y eso está bien. El fútbol más allá de ser el deporte que amas, el que te lo dio todo, es una empresa, lo entiendes. Por eso, con sus tiempos de empresa, ellos te pusieron una hora límite para publicar el mensaje y te estás quedando sin tiempo. Las manecillas del reloj en la pared corren en tu contra, si te demoras los patrocinadores no van a estar contentos, eso sería un problema.

 

Pero tú no eres un simple engranaje más en su campaña publicitaria, una modelo que cobra por que su imagen aparezca en el comercial y se limita a sonreír. Si así lo hicieras, todos los años de sacrificio no habrían valido la pena, y los errores, sobre todo los errores. Cuando estalló el escándalo por la cocaína y la marihuana, y debiste reconocerlo en público y pedir perdón, por poco caes como una piedra a la vista de todas las niñas que te admiraban. Tú tienes algo para decir y estás utilizando a los medios, a tus patrocinadores, a tu representante, no al revés. Ellos son un producto, tú tienes un mensaje.

 

Te acomodas en la silla y empiezas a escribir:

 

“Esto no va a ser fácil” y te desdices y vuelves a empezar. “Esto no es fácil”. Borras nuevamente y te quedas ensimismada mirando la pantalla. Hasta ese momento no lo habías notado, pero el estudio de tu casa está oscuro, la única luz que lo ilumina es la de la pantalla del computador. Una luz tenue cuya única misión es obligarte a decir adiós.

 

En la penumbra se alcanzan a ver algunos destellos metálicos en las repisas. Tu estudio, más que un estudio, es una suerte de altar donde guardas los triunfos de toda tu vida: medallas mundiales, medallas olímpicas, un botín de oro… todo eso a lo que estás a un Enter de decirle adiós.

 

Te sudan las manos y es lo normal. Te sudan igual que cuando empezaste a jugar en la universidad y los hombres te decían “linda, el fútbol es un juego de hombres”. Decían que lo tuyo, por ser lesbiana, era una fase y las fases pasan, se superan, y que no te gustaba el fútbol en realidad sino parecer uno de ellos. Demostrarle a todos lo macho que eras.

 

No podían estar más equivocados, lo uno no tenía nada que ver con lo otro. Sí, te gustaban las mujeres, ¿y qué?, eso era un tema, y te gustaba el fútbol, ¿y qué?, eso era otro tema. En verdad era envidia, a los hombres les molestaba, mejor, dolía, que una mujer los sobrepasara. Eras un extranjero en su territorio. Habría que preguntarles cuántos de ellos, quince años después de haberse burlado de ti, tienen un estudio lleno con trofeos y medallas mundialistas.

 

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Vuelves a teclear rápido para ver si así te fluye mejor: “No quiero ser un ejemplo, no quiero ser un recuerdo, quiero que piensen en mí como un punto de partida”. Te detienes, lo lees y lo borras enseguida. Es muy difícil decir adiós, mucho más complicado de lo que imaginaste. Sientes la necesidad de levantarte pero no puedes, no debes hacerlo, nunca te has doblegado ante las situaciones difíciles.

 

Suena el teléfono y ya sabes quién es. Tampoco quieres contestar. Son tus patrocinadores recordándote que tienes un contrato y debes despedirte. De lo contrario no se generará la expectativa necesaria para que la pieza publicitaria que van a estrenar al día siguiente, y es una fecha inamovible, surta efecto. Les habías dicho que a las ocho en punto de la noche publicarías el mensaje y cerrarías todas tus redes sociales. Querías hacerlo sola, en tu casa, era un momento demasiado personal para compartir con desconocidos. Les diste tu palabra, ellos confiaron en ti. Desde las siete te sentaste frente al computador para pensar en la mejor manera de dar el mensaje, y ya son las ocho y media y nada, sigues borrando las palabras con la misma velocidad con la que las escribes.

 

El teléfono para de sonar y sabes que no tienes mucho tiempo, los publicistas son capaces de ir a tu casa para darte palmaditas en la espalda y animarte, incluso redactar el mensaje por ti y esa no es la idea. Ellos están a tu servicio, son el canal, no al contrario. ¿Qué puedes hacer? Lo único que se te ocurre, o, lo mejor que se te ocurre, es escribirte a ti misma. Pero no a la Abby de ahora, a la campeona del mundo, sino a Mary Abigail Wambach, de Rochester, Nueva York, una niña a la que le gustaba el fútbol y siempre le dijeron “ese es un deporte para hombres, no para señoritas”. Una niña a la que no le importó y en la universidad entrenaba horas extra para ganar el campeonato estatal. Una niña que jamás habría soñado convertirse en Abby Wambach, la mejor jugadora de la historia. A ella le vas a escribir, vas a decirle lo que en ese momento le habría gustado oír de su ídolo, de su punto de referencia.

 

Estiras los dedos, te relajas y empiezas: “Olvídame. Olvida mi número, olvida mi nombre, olvida que alguna vez existí. Olvida las medallas, los records rotos y los sacrificios. Quiero que mi legado sea el balón andando para que la próxima generación logre hazañas tan extraordinarias que mi nombre sea olvidado. Olvídame, el día que me olvides sabré que hemos triunfado”.

 

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Paras y relees lo que escribiste, te parece largo, melodramático, el tipo de cosas sobre explicativas que harían los publicistas, lo que te pidieron hacer palabra por palabra. A Mary Abigail no tienes que decirle tanto, ella entiende bastante bien, te conoce. Borras y vuelves a empezar:

 

“Olvídame, olvida mi nombre, olvida que existí. Olvídame porque me superaste, así sabré que hemos triunfado”.

 

Tampoco te gusta, no eres tú, no se oye como tú. Parece una voz impuesta, no te deja expresarte bien. Tú eres sencilla, no tienes nada que probarle a nadie, ya no, solo quieres ser tú misma. El teléfono vuelve a sonar y lo sabes, deben estar en camino. Vas una hora tarde y ya te imaginas a los patrocinadores desesperados hablando con tu representante. Ellos necesitan respuestas, han invertido mucho en la campaña para que tú, por querer hacer las cosas bien, vayas a dejar caer todo al suelo. En cualquier momento podrían golpear en tu puerta.

 

Piensas en las niñas, en esas niñas como Mary Abigail que te necesitan, no puedes quedarles mal, arrancas de nuevo:

 

“Por favor olvídame”.

 

No, tampoco funciona. No le estás rogando a nadie. No vas a ceder ante la luz inclemente del computador. Alguien timbra en tu puerta, te quedaste sin tiempo, lo sabes. Desde la ventana ves dos sombras en el porche, macizas las sombras. Escribes rápido. Ellas, las niñas, Mary Abigail, lo van a entender. Es todo lo que necesitan:

 

“Olvídame”.

 

Miras la palabra, presionas Enter y borras tus cuentas de las redes sociales como habías prometido. No hay nada más por decir. Te recuestas en la silla muy segura de que pronto, en las noticias, ya no hablarán de ti, sino de una niña, de alguna esquina del mundo, que te está leyendo en este momento, en este preciso momento.

 

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LegendsSB


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