Psicólogo en desuso, editor aficionado y futbolista recontra frustrado.
Un hincha de Millos recuerda esa noche en la que el subestimado Lunari, de la mano de Robayo, le amargó la fiesta al Campín rojo.
El equipo del ‘Mono’ Lunari no era el Ballet Azul, pero era pura entrega y sacrificio. Así logramos llegar con vida a la última fecha del todos contra todos. ¿El rival? Un Santa Fe sin carisma, pero con un técnico ganador como Costas y nombres del peso de Omar Pérez, Mina, Torres y Morelo. Millos, dirigido por un novato y con una nómina apenas aceptable, era candidato a perder. Y las cuentas eran claras: ganar o morir.
Para ellos también era una final y por eso, solo por eso, llenaron el Campín. Entre tanto rojo, el codo nororiental del Nemesio lucía más azul que nunca. Unos 5.000 esperanzados, alentando a todo pulmón, se hicieron sentir.
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El partido arrancó táctico y hermético. Había mucho en juego. Entonces, al minuto veintiséis llegó la especialidad de los rojos: la pelota parada. Omar sacó el guante y la puso en el primer palo para que Mina, anticipando, la mandara a guardar. El ‘Mono’ y las manos a la cintura; no se veía salida. El marcador en contra y la somnolencia con la que el ‘Pocho’ Insúa paseaba por la cancha casi que aplacaban la esperanza. “Siga el juego, siga el baile, al compás del tamborín, que esta noche nos comemos la gallina en el Campín”, gritaba La Guardia con el tono soberbio del hijo que cree, ingenuo, estar por encima del papá. Así nos fuimos al descanso.
Las nubes negras y un goteo todavía leve le dieron un tono aún más dramático al segundo tiempo. Algo así como una película de suspenso en la que nadie sabe qué va a pasar, pero todos se esperan lo peor. Y no. Pitó el árbitro y arrancó la hazaña. Al tercer minuto, Robayo la pisó en el área y con la zurda tiró un centro que el prodigioso Fernando Uribe martilló al palo derecho de Castellanos. En la tribuna, a pesar de que la lluvia —ahora torrencial— comenzaba a ahogar la clasificación, la fe seguía intacta.
“Mayer, en vos confío, viejo querido”, pensé mientras el diez caminaba sobre la grama encharcada para cobrar un tiro libre de costado. El centro fue al punto penal y Omar, ingenuo, la peinó. Román Torres llegó de atrás y de palomita la clavó al segundo palo. Todo fue un grito unánime. La hinchada, los jugadores y Lunari, con sus gafas empañadas y deslizándose de rodillas, se unieron en un solo festejo. Ahora, La Guardia miraba muda mientras Blue Rain y Los Comandos bailaban al ritmo del “Guardería guardería, que amargada se te ve…”.
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Estábamos adentro, pero se venía un vendaval. Veinte minutos de acecho y rebeldía. Lunari miró al banco y señaló a Maxi. Salió el ‘Pocho’ que ya estaba molido y el equipo paró un 4-4-2 terso, sin arrugas. Íbamos a aguantar.
Cuando ya se estaban acabando las uñas, y los dedos, y las manos, porque Santa Fe nos tenía metidos, al noventa y uno, pasó lo increíble. Después de un par de rebotes en el área —que se sintieron como mil— Rafa Robayo se la tiró a Maxi. El pequeñín, insolente, cabalgó setenta metros al contragolpe y quedó mano a mano. “Mierda. Se la va a comer”. Pero no. Aunque se perfiló, no definió él. Dio un pase al costado para que Rafa —sí, el que se la inventó, el que corrió toda la cancha y ya sin piernas, muerto, se rehusó a abandonar a su compañero—, cayéndose, solo tuviera que empujarla. Regocijo puro en la tribuna.
Gol, clasificación, alegría y coscorrón al hijo bobo. Poner las cosas en su lugar. Tranquilidad, ternura. Millos: un sentimiento inexplicable.
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