Recordando a Luis Amaranto Perea

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¿Quién en el mundo no recuerda a Amaranto con cariño?

 

Luis Amaranto Perea, como tantos niños futbolistas que escupe nuestro país, cuenta una historia notoria y valiente. Nacido en Urabá, completando una familia de 6, desde muy pollo tuvo dos cosas claras: que quería jugar al fútbol. Y que para jugar al fútbol tenía que joderse, pasarla mal, trabajar. Apoyado por su padre y consciente de su obligada y prematura independencia viajó a Medellín, con quince años y con la ilusión de que allí el fútbol le abriera las puertas.

 

En Medellín jugó y trabajó: primero limpió una zapatería y después vendió helados. Fueron tiempos duros, de poco sueño y jornadas largas, de pies con ampollas e incertidumbre; tiempos de casi tirar la toalla. Hasta que después de pasar por el Deportivo Antioquía, el Palacio de las Novias y el club Big Boys, un día feliz Amaranto se probó en el Medellín. De todos los que probaron, Comesaña solo lo quiso a él.

 

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Debutó tarde, en el 2000, con 21 años. En su primer partido se abrió la cabeza. Cuando el médico entró a examinarlo, aferrado como un loco a su sueño cumplido, dejó caer un “de aquí me sacan muerto”. Su explosión se dio un año más tarde. Se agarró de la titular y no la soltó más. En el 2002 probó su paleta más feliz, fue campeón de la Liga, jugador revelación y nuevo capricho de Boca.

 

Lo de Boca fue rápido y espectacular. Amaranto metió a su palmarés un torneo Apertura y una Copa Intercontinental. Su velocidad meteórica, su timing superior, hicieron que su apellido llegara a Europa. A Madrid. Al Atlético.

 

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¿Se acuerdan?

 

Ocho temporadas completó en Madrid. Ocho técnicos vio caer. El Atlético vivía otros tiempos, de mística y aguante, de equipo del pueblo, sí, pero bajo la sombra del Barca y el Madrid. Nada de pelear la liga, nada de mirar a los ojos al Real, nada de ambicionar con conquistar Europa. Pero entre tanta incertidumbre había una gran certeza: el negro Perea en la mitad de la defensa. Siempre Perea. Domingo, miércoles, domingo. 

 

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 Solo hasta 2010, con Quique Sánchez Flores, Amaranto volvió a salir campeón. Levantó una Europa League excitante y memorable. Después vino la caída. Llegó Gregorio Manzano y la estadía en Madrid se hizo sombría: zona de descenso, explosión de Godín y Miranda… suplencia. Con Simeone, viejo amigo y compañero de cuarto, la cosa no cambió. Jugó cada vez menos.

 

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La despedida vino en el 2012, con su segunda Europa League. Amaranto, siempre ahí, sin manchas, sin reproches, de titular o de suplente, se ganó para su despedida un Calderón rendido a sus pies. Dejó Madrid  siendo el extranjero con más partidos en la historia del Atlético (solo superado por Godín hace poco). Su foto, para siempre, emanará gratitud.

 

Como emana gratitud recordar su nombre en México, donde conoció el orgasmo del gol a los 35 años (estuvo dos años, jugó 70 partidos e hizo 5 goles). Y en la Selección Colombia, con sus tres eliminatorias encima.Y en Medellín. Y en  Urabá, donde construyó un complejo deportivo de alto rendimiento que lleva, flameante, su nombre.

 

El niño que vendía helados que terminó con 535 partidos como profesional. Campeón de Europa, de Sudamérica, de México y de Colombia.

 

Otro mito más.

 

Amaranto, en serio, se jugaba la vida con la Selección.

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Foto:

Footyfair.com


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