La mujer del quinto Beatle

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Esta es la primera entrega de La No Historia De Fútbol. Esta vez va sobre uno de los miles de corazones rotos por el  Beatle que jugó a la pelota.

 

Las calles de Belfast nunca parecieron tan estrechas. De todos los rincones de Irlanda del Norte acudieron fanáticos, y no fanáticos también, al funeral de George Best; “el niño bonito de juego bonito”, decían por radio y televisión. Una multitud de cien mil personas escoltaba el carro fúnebre al parlamento donde la bandera hondeaba a media asta, un honor reservado para la familia real. Pero George, con su cara de Hollywood y aura magnética, era del tipo de personas a las que es imposible decirles no. A su manera fue realeza, el mismo rey; por las venas le corría sangre azul, un azul casi transparente bien diluido con vodka y ginebra.

 

Mary no quiso salir a la calle como el resto de la gente. Estaba de luto, sí, pero un luto a puerta cerrada. Hacía treinta y cinco años no veía a George, y eso es mucho tiempo. Casi lo suficiente para que se impusiera el olvido. Ahora tenía arrugas en el ángulo de los ojos, con tinte amarillo ceniza cubría los mechones blancos, su piel elástica se había arrugado por pliegues y las piernas que alguna vez enloquecieron a George ya no eran firmes. Una malla de estrías las recorría como telarañas.

Mary oía la procesión por radio mientras organizaba la casa, lo enterraban como a un santo. Los locutores recordaban la vida de George, paso a paso, por qué había sido el mejor jugador de Irlanda del norte, y cómo lo mataron sus excesos, su debilidad. Mary sintió un vacío en el estómago que no tenía explicación lógica.

 

–Así era Best, ¿recuerdan esta frase? –dijo uno de los comentaristas–: “Gasté mucho dinero en autos, mujeres y alcohol. El resto lo malgasté”.

Hubo una pausa en la cabina y después risas solemnes.

–Es una lástima que terminara así, acabado en un hospital. Sobre todo después del trasplante de hígado, debió cuidarse. Eso se lo criticaron mucho, ¿cómo iba a aparecer unos meses después bebiendo? –dijo el otro comentarista.

–Qué más podías esperar de alguien que decía “cuando dejé la bebida y las mujeres fueron los peores veinte minutos de mi vida”.

 

Y siguieron hablando de que los santos también tocaban fondo, y así George fuera un borracho, siempre sería George Best, el relicario de Irlanda del Norte. Incluso mencionaron que ya se estaba discutiendo la posibilidad de renombrar el aeropuerto de la ciudad con su nombre; y que una vez, cuando le preguntaron si era verdad que se había acostado con seis Miss Universo, él dijo que únicamente fueron tres.

 

Mary no era ninguna Miss Universo aunque sí fue muy guapa. La más guapa de un pueblo pequeño en los campos del norte. Una mujer simpática que siendo joven se dejó deslumbrar por Londres cuando fue a trabajar allá, y aún más cuando George Best le pidió un whisky doble con los codos apoyados sobre la mesa. Aunque en la radio decían que George, con el pelo largo y una sonrisa fácil sobre la quijada marcada, parecía un galán de cine, Mary pensó en ese momento, cuando le tomó el pedido, que se veía como una estrella de rock. Y todavía lo seguía creyendo.

 

Esa noche Mary le llevó un whisky y después otro y después otro y así hasta que ya era hora de cerrar pero George no quería irse. Él le contaba historias con cada orden y al final la convenció de sentarse. Mary cruzó las piernas –duras, templadas– y aceptó una cerveza. Le daba vértigo solo recordarlo, ella era joven, sencilla, todavía no tenía razones para desconfiar de los hombres. Pero, si se decía la verdad, seguramente también se habría sentado así tuviera toda la experiencia de ahora, de años de mentirosos y desconciertos. George Best ensartaba a la gente con anzuelos invisibles.

 

–Ya es tarde, querida –le había dicho George con el sabor del último trago en la boca. Una boca que, en poco tiempo, probaría la boca de ella–. Y como soy un caballero no podría dejarla caminar sola a casa. Mi deber es escoltarla, señorita. Londres es peligroso a esta hora.

Mary no supo qué decir, casi ni hablaba. Se limitaba a oír y asentir con la cabeza.

–No se preocupe, no vivo lejos y…

–¿Y si llueve? ¿Quién va a prestarle el abrigo si llueve? En Londres siempre llueve.

–No va a llover.

 

Si bien no llovió, Mary terminó cediendo. No supo en qué momento se desviaron por Robinson Street en vez de seguir derecho y terminaron en el hotel de George. La borracha parecía ella, embobada, a George Best nunca le habían dicho que no, ¿cómo hacerlo?, o eso pensó cuando se recostó en la cama. La noche se le pasó muy rápido con el cuerpo de George junto al suyo, sobre el suyo, bajo el suyo, hasta que salió el sol.

 

Antes de meterse a la ducha –Mary tenía otro trabajo de día al que no podía llegar tarde– anotó su teléfono en un papel y George le dijo que la llamaría más tarde y en la noche volvería al bar, para que le tuviera una mesa lista con un whisky doble. Además, dijo, sería lindo volver a verla. Mary sonrió, no podía creer que George Best iba a llamarla, pero cuando salió del baño George se había quedado dormido.

Se arregló sin hacer ruido, le dio un beso –George no se despertó– y salió corriendo al metro para no llegar tarde. Pasó el resto del día pensando en qué se iba a poner esa noche, cómo actuar, qué decir; George Best se había fijado en ella. En toda la tarde no recibió ninguna llamada, ni siquiera equivocada; se la pasó mirando el teléfono, que nunca sonó, hasta que salió al bar. Algo debió haber pasado, quizás cuando arreglaron el cuarto la señora de la limpieza botó el papel con su número, quién sabe.

 

Le reservó la mesa de la noche anterior y acercó la botella de whisky, cortesía de la casa, para estar preparada cuando llegara. Las horas se le hicieron eternas con los ojos clavados en la puerta. Cuando fue momento de cerrar nadie se había sentado en la mesa y la botella seguía sin abrir. De camino a su casa empezó a llover y llegó con el pelo empapado.

 

Mary formuló un montón de hipótesis, algunas posibles y otras no, y al día siguiente todavía tenía esperanzas de verlo. La noche fue igual de larga que la anterior y las noches se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y se aburrió de Londres –era una ciudad muy grande para la niña más bonita de un pueblo pequeño–, renunció al bar, hizo maleta y se devolvió a los campos del norte de Irlanda.

Si bien se casó, separó, fue feliz primero e infeliz después, pasó treinta y cinco años esperando una llamada que nunca llegó y ahora era seguro nunca llegaría. Como explicaban por radio, al mítico George “the” Best lo mató un falló de órganos generalizado; después de tantos años de desenfreno todo se le apagó al tiempo.

 

Mientras oía la transmisión pensaba en que como ella debía haber decenas, centenares incluso… miles de mujeres que fueron las más lindas de sus pueblos y en un momento de debilidad pasaron a formar parte de la lista de trofeos de George Best. Él durmió, o no durmió tanto, en innumerables camas de las islas británicas. Y todas ellas debían estar sentadas frente al radio o el televisor con un vacío en el estómago que no tenía ninguna explicación lógica.

 

Un comentarista hablaba de que el quinto Beatle, como lo apodaban, nunca jugó un mundial por permanecerle fiel a Irlanda del Norte en vez de jugar por Inglaterra; y otro decía otra cosa y otra otra… Y a Mary, oyéndolos hablar, se le ocurrió que, con todo el alboroto por el entierro, el supermercado debía estar vacío y ya casi no le quedaba leche. Apagó el radio y cogió su cartera, se miró al espejo –ya no la sorprendía ver cómo llenaba la ropa– y salió a la calle. Además de leche y pan, también iba a comprar una botellita de whisky para despedir a un hombre que, probablemente, se olvidó de ella en el mismo instante en que la conoció.


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