Nota: La opinión de los columnistas no refleja necesariamente la de Hablaelbalón.
Conocerse con el fútbol en los potreros. Poner la pausa, la idea precisa, en las canchas de césped alto y con huecos de San Fernando, barrio obrero de la zona norte de la Gran Buenos Aires. Hacer que La Paternal, territorio de promesas y de mitos, hable de su fútbol sin prisa. Y que ese fútbol sin prisa viaje por Buenos Aires hasta llegar a La Boca, por orden de Don Salvador Bilardo.
Ser comprado por 800 000 dólares sin siquiera debutar.
Y al debutar, desafiando los mitos de la presión y los nervios, desafiando ese órgano vivo que es la Bombonera, aún sin cambiar de voz, ser coreado por La 12.
En la primera vez en la Selección en un torneo oficial, bajo las órdenes de don José Pékerman, ser el niño de las ideas de la Argentina campeona del Sudamericano de Chile -dándose un baño con Brasil – en el 97. Luego, en Malasia, en el Mundial sub 20, ser el socio de todos, Aimar, Placente, Cambiasso; y dejar para la historia, quizá, la mejor selección juvenil que se haya visto.
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En ese mismo año, remplazar a Maradona en Boca. Sin complejos ni temores, pero sí con pases y gambetas improbables. Aguantar horas largas y frías en el banco, con las ideas reprimidas, sin perder la paciencia ni empobrecer las decisiones… hasta tener su llamado. Su lugar y su tiempo.
Responder al llamado y pagar la confianza de Bianchi con una orgía de asistencias impredecibles y golazos. Hacer del cuerpo un templo infranqueable para esconder el balón. Esconderles el balón a todos. A River, a Palmeiras, al Real Madrid. Retratar a los galácticos. Conducir, siempre con tiempo, sin prisa pero eficaz, al mejor Boca jamás. Domingo a domingo, hasta completar cuarenta partidos sin perder.
¿Cuántas gargantas rotas, Román?
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Primero ganarlo todo acá, de este lado del mundo, comiendo asado con los amigos, para entonces, ahí sí, sazonar el fútbol en Europa.
Fracasar, también fracasar. Salir del Barcelona con amargura entre las cejas, pero reconocido por todos, por los mejores, como genio incomprendido. De amarillo, con libertad creativa y sin cadenas tácticas, permitirle al Villarreal conocerse con el glamour. Y llevarlo de la mano, con el balón cocido al pie, marcando el tempo y el espacio, hasta la semifinal de la Champions League. Joder.
Volver a Boca. Y otra vez el ciclo. Otra vez el cuerpo como un imán, el torero ingobernable, los pases que nadie ve. De nuevo las gargantas rotas después de sus goles con curva o en línea recta, con regate o con sorpresa, de afuera o eludiendo a diez. Otra vez, en Brasil, pero esta vez más grande, un poco más solo y más sabio, campeón de la Libertadores. El último 10.
Jugar, sin entrenar, la Copa América del 2007 en Venezuela. Ser el mejor, por encima de Lio Messi. Un año después, con la responsabilidad de ser el niño grande, liderar a la Argentina olímpica de Pekín. Llevarla al oro por segunda vez.
Volver a La Paternal con la promesa de ajustar cuentas y devolver al ‘Bicho’ a primera división. Con los músculos cansados pero las ideas intactas, de nuevo en modo barrial, cumplir con la palabra. Y entonces decir adiós.
“Riquelme es un jugador sobrevalorado de principio a fin”. Solo una cosa por decir, Steven: Dejémonos de joder.
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