En una era donde los números dicen más que un caño o un remate bien colocado, el profesor Wenger lucha una batalla silenciosa. “No todo es ganar y no todo vale para ganar”, dice sin musitar una palabra.
Hace un rato me sugirió el Director de Análisis hacer un repaso táctico de los equipos de Arsène Wenger en el Arsenal. El objetivo era llevarle al lector explicaciones sobre sus fracasos deportivos. No lo dudé un segundo. Pues analizar los 20 años del controversial profesor al mando del Arsenal, es trazar la historia de una insignia londinense, es pensar en el devenir del fútbol en las últimas dos décadas. Su caso, cómo el de Sir Alex Fergusson, es el caso del entrenador emblema de fútbol que se convierte en bandera y piedra angular de un club: quien piensa en Wenger, por asociación, piensa inmediatamente en el Arsenal, y viceversa.
Para cumplir, entonces, debía escribir sobre Wenger enfocándome en el aspecto táctico. Pues lo siento, respetable Director, pero no, me rehuso a aproximarme al francés desde el juego puro y duro. Su importancia trasciende –que así sea siempre– la pizarra. Para el profesor el fútbol es una excusa, un canal para algo más grande, más lindo y más sustancial. Como ocurre con los buenos profesores, Wenger ha usado su materia –el fútbol– para mostrar un modelo de vida, para sentar una disposición en el mundo, para sentar un precedente de cordura y sensatez en el cada vez más bizarro mundo del fútbol.
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Arsène jugó ocho años como jugador de fútbol profesional. Su carrera fue corta y nada importante, más allá de que ganó con el RC Strassburgo una Liga 1 en la temporada 1978-1979, puede ser dicho. Fue un mediocre marcador central que nació para dirigir. Atravesado por la guerra, su crianza se caracterizó por el miedo, por el hermetismo francés y por una desconfianza general que se acentuaba con sus vecinos alemanes. De no ser por el fútbol, el destino del profesor habría de ser cuidar el bistró y el negocio de carros familiar.
Pero Wenger, nacido para dirigir, se hizo economista, sacó la licencia de entrenador y supo que su destino era enseñar. Empezó en el AS Nancy francés, fracasó, trabajó para el Mónaco durante ocho años y viró a Japón a entrenar al Naguya Grampus para, en 1996, remplazar a Bruce Rioch como Mister del Arsenal.
Desde su llegada al club gunner (y antes en el Mónaco y en Japón) le ha dicho que no a la prostitución financiera del mundo del fútbol. Con una seriedad que colinda con la amargura y con la arrogancia, el profesor se ha erguido como la máxima resistencia a tanta frivolidad, a tanto despropósito, a tanta ansiedad con la que se patea la pelota.
Y entonces se ha dedicado a hacer de jugadores jóvenes grandes estrellas que luego migran a los peces más gordos – Nasri, Clichy, Cesc Fabregas, Song, Sagna, Hleb, Van Persie, Adebayor, Ashley Cole… La lista sigue. Y entonces, como propósito de vida, ha hecho del Arsenal un club prolijo, limpio, viable económicamente: su Arsenal es el club más próspero de Inglaterra, no acepta números rojos, ni cheques en blanco; para él, ganar títulos con una estructura basada en el derroche de árabes o de petroleros, es un fracaso. Su Arsenal es el equipo con más reserva financiera de Europa, desde 2013 ya no depende de negocios inmobiliarios ni de ventas de jugadores para sostenerse, ingresa 300 millones de libras esterlinas al año.
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Ha firmado con Puma un contrato inmejorable y, aunque lejos está de competir en ingresos con los 400 y 450 millones que ingresan Real Madrid, Barcelona y Manchester United, ya les compite en aspectos como ingresos publicitarios y acuerdos de televisión. Además gasta menos en intereses de deuda y paga mucho menos en salarios. En fin, Wenger ha hecho del Arsenal una apología a la empresa bien llevada, a la sensatez y a la cordura.
Además, Monsieur Arsène no negocia, nunca, su visión estética del fútbol.
El profesor entiende que fútbol y arte se funden en una misma cosa, lo que lo ha hecho exigir siempre una estética especial para sus equipos, siempre con el balón, siempre buscando atacar, con todos los hombres con ambición e instrucción ofensiva. Estética que le ha jugado malas pasadas en lo deportivo, imprimiendo un imaginario colectivo de un equipo que, como su mánager, se queda en buenas intenciones. Y entonces se le juzga severamente, recordándole que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno; que sus malos resultados lo convierten en deudor.
Pero Wenger no es eso, no nos confundamos. No es un romántico utópico que va de tumbo en tumbo, quedándose en promesas fallidas. No es, en ningún mundo posible, un fracasado o un vendehumo. Su reconocimiento general como entrenador de élite, a pesar de sus pocos títulos, no es gratuito, lo ha forjado a punta de consistencia ética.
“No gastar más de lo que ingresa, no gastar más de lo que ingresa, no gastar más de lo que ingresa”, grita el profesor Wenger en cada ventana de fichajes. “No tranzar jugadores como si fueran oro, darles tiempo, apostar por los jóvenes, respetar a los veteranos”, plantea Wenger indiferente de sí juega en el Emirates, en Anfield o en el Nou Camp contra Messi, Neymar y Suárez.
En una entrevista dijo que el fútbol es un canal transformador cultural inigualable. El hecho de juntar negros y blancos, musulmanes y cristianos, y verlos trabajar día a día por el bien del equipo –el bien común– es en sí mismo un ejemplo de solidaridad humana, de evolución. Si además ese grupo representa a un club que respeta a los jugadores jóvenes, antítesis del vertedero en el que han devenido los peces gordos que han hecho de los jugadores la mercancía más cara y maleable del mundo, el canal se refina y transforma aún más. Y si además lo hace sin olvidar la estética, la idea, es definitivamente una fuerza muy potente para decirle con radicalidad al fan y al futbolero que el fútbol es mucho más que un negocio. Que los entrenadores en general, pero sobre todo los entrenadores de clubes poderosos con millones de audiencia, tienen una responsabilidad ética al manejar sus equipos. Que fracasan cuando se vuelven esbirros de un sistema tan trivial y tan oscuro como el actual.
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Wenger, entonces, no es de ninguna manera un deudor. Su compromiso con el fútbol hace que, al contrario, sean el fútbol y los futboleros los que le salgamos a deber. Porque su proceder ha hecho mejor a este deporte. Su Éxito hay que escribirlo en mayúsculas, porque es filosófico y no práctico; su cátedra no es en ingeniería sino en humanidades y no se puede cuantificar, o sí, pero no importa, porque su legado excede el éxito deportivo. ¿Exagero? Vaya a YouTube, y observe al Arsenal campeón e invicto de la Premier en 2003-2004, y pregúntese si no es acaso a lo más alto a lo que el fútbol puede llegar.
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