El arquero es el diferente. Tiene otras reglas, otro uniforme: solo hay uno. La relación de los jugadores con el arquero es rara, difícil pero hermosa. Este es un cuento que explora el primer acercamiento de un jugador a la figura del arquero.
Recuerdo hace años, cuando ese esférico de caucho color uva con la caricatura de la Uvita pintada era el centro de mi vida. En el parque del conjunto, todos queríamos reventarla con violencia para que la Uvita agarrara esa curva robertocarliana y se estrellara contra la pared-arco. Todos queríamos hacer el mejor gol de la tarde para alardear la siguiente. Era una competencia sana que traía largas sesiones de pateo desmedido hasta que el ¡a comer! traía la noche. Nadie aflojaba, todos queríamos lo mismo, todos queríamos el golazo. Todos menos uno: el arquero.
El arquero era gordito. Le pidió a su mamá una sudadera cuando lo convencimos que era el mejor arquero del parche y él se cansó de rasparse. Los guantes se los regaló un primo mayor y parecía como si un calamar gigante, descamando piel blanca, estuviera comiéndose la pequeña mano de nuestro arquero cada vez que se los ponía. Compró unos guayos Patrick como todos nosotros y siempre bajaba con la camiseta de Colombia. Al día de hoy no sé si tenía varias, las lavaban a toda mierda en su casa o simplemente repetía sin importarle. Esas cosas no importaban a esa edad.
“Simón, a que no se tapa esta”. Así comenzó su carrera. Así comencé a entender la difícil pero hermosa relación de los jugadores con el arquero.
A Simón lo queríamos mucho pero nunca se lo dijimos. Era siempre el primero que llamábamos y si no podía salir, subíamos a su apartamento para hacerle presión a él y a su mamá. Cuando se le rompieron los guantes del primo hablamos todos con nuestras mamás y conseguimos regalarle los guantes de Casillas en el día de su cumpleaños. A Simón lo queríamos pero creo que más que quererlo, lo necesitábamos.
Nadie quería pararse enfrente de la pared-arco. Todos en algún momento lo hicimos y todos lo detestamos siempre. Era aburrido, era difícil y era un puesto sin pretensiones. La Uvita siempre rodeaba al arquero con facilidad. O se elevaba repentinamente desafiando la gravedad. O bajaba en picada como creyéndose un termodirigido. Algo tenía la Uvita en contra del arquero que siempre quería hacerlo quedar en ridículo. No le bastaba pegar en la pared-arco ocho de diez veces, en la virtud, en las atajadas, también resultaba vergonzoso. Las tapaba con la cara haciendo un ruido dramático o lo obligaba a estirarse tanto que la sudadera se le resbalaba hasta la mitad de las nalgas. Simón se paraba y sonreía con todos los dientes manchados de tierra.
Era lindo cómo lo queríamos y lo respetábamos por hacer ese trabajo tan aburrido y difícil. Verlo bajar corriendo las escaleras para pararse frente a una pared a recibir pelotazos y golazos era alentador.
Fuimos creciendo. La Uvita dejó de ser protagonista y nos pasamos a las sintéticas de la 122. El reto era otro. Conseguimos armar un clásico con los del conjunto de al lado y alquilábamos la cancha cada 15 días. Era nuestro “Esperándolo a Tito” versión fútbol5.
Por supuesto, la dinámica era otra. La competitividad mutó. Ya no queríamos el mejor gol para alardear hasta la tarde siguiente, ahora queríamos golear para alardear durante 15 días. Queríamos el título indiscutible de “el mejor conjunto”. Sin embargo, el riesgo era alto. Hasta el momento era solo ganar: solo uno hacía el mejor gol pero los demás no perdían nada.
Fue la primera vez que entendimos la importancia de perder. Perder era defraudar nuestro origen. Era ceder y ser “el peor conjunto” durante 15 días enteros. Más que tener que pagar la cancha, perder, para nosotros, era pagarle al otro equipo para que nos ganara. Sí a Simón lo quisimos antes, fue ahí donde realmente entendimos cuanto lo necesitábamos.
Lo necesitábamos en los días donde no entraba una. Cuando Julián perdía en la salida. Cuando Nicolás soltaba la marca en el tiro de esquina. Cuando yo, falto de aire, no bajaba en el contragolpe. Simón nos daba una mano. Literalmente. Una atajada en un partido apretado nos ponía alerta, nos afilaba los dientes. Bastaba ver a Simón apretar en el mano a mano, lanzándose sobre la pelota dispuesto a ponerse una rodilla de cabeza, para saber que no se podía aflojar o seríamos cena para ellos. Simón infundía respeto y nos cuidaba la espalda para luego empujarnos.
Así como podía salvarnos, podía enterrarnos. Simón, cómo cualquiera de nosotros, tenía días humanos. ¿Y qué decirle? A Julián lo putiabamos. Corra. Entregue bien. Presione. Cómo va a hacer esa falta, no sea infantil. Simón era inmune. Al arquero no se le baja caña. No se le cae encima. No se le dice cómo tapar. ¿Se lo dejó hacer por el primer palo? Sí, nos cagó, pero solo un caradura delata al arquero. Esa inmunidad se gana. Se la ganó Simón en el paredón. Se la ganó cuando le pidió a su mamá que le comprara la sudadera. Cuando le sacó los guantes viejos al primo. Cuando se aguantó las 500 veces que la Uvita le estalló la cara.
Porque el arquero es así. El arquero da todo. El arquero es generoso. Ya sé, no todos hoy en día, pero al menos los arqueros que yo quiero en mi equipo.
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