Sobre el barra brava que se burló del accidente de Chapecoense

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La opinión de los columnistas no refleja necesariamente la de Hablaelbalón.

 

Es difícil lo que pasa en esta parte del mundo con las barras populares. Es difícil porque para muchos son el gran activo del fútbol sudamericano. En los últimos días –solo por poner dos ejemplos, pues esto es así semana a semana–, quedé descrestado con el performance de La 12 en el Boca-Colón y con el rugido de la popular de Olimpia ayer contra el Junior.

 

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En Sudamérica lo de afuera, el ambiente (el aguante le llaman), influye sobre lo que pasa en la cancha como en ninguna otra parte. Al jugador, por más experimentado que sea, termina por permearlo el estruendo externo. Las gradas moviéndose, el humo, las bengalas. Hay que ser un superhombre para sustraerse del todo en una semifinal de Copa en La Bombonera, o en los últimos diez minutos de un partido decisivo en el Centenario… y lo mismo en el Maracaná, en El Campín, en Defensores del Chaco.

 

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La fiesta en las tribunas, los recibimientos eufóricos, la creatividad de los cánticos, han sido desde hace décadas la postal más atractiva de nuestras competiciones. En el mundo nos copian.

 

Pero es difícil, decía, porque cada tanto esas mismas hinchadas se encargan de recordarnos que el precio de la fiesta y el éxtasis colectivo es demasiado caro: técnicos amenazados de muerte por no cooperar con las barras bravas, riñas con muertos, cárteles de boletas y de drogas, disturbios… Y esto es tan recurrente, se ha normalizado de tal forma, que se nos ha metido en la cabeza que para mantener nuestro fútbol alegre y apasionado está bien pagar el precio.

 

 

 

A los futboleros no violentos en apariencia nos da miedo imaginar nuestro fútbol sin barras populares. Repetimos como autómatas sus cánticos racistas y xenófobos, celebramos su “valentía” y nos envalentonamos nosotros también con la anarquía de las gradas. A pesar de que si nos preguntan somos muy conscientes de la problemática, igual nos contagiamos, nos perdemos entre la euforia. Bailamos al ritmo del tambor y sin quererlo, miramos para el otro lado…

 

Miramos para el otro lado hasta que, por ejemplo, dos hinchas uruguayos, sonrientes, festivos, “para ponerle picante al partido entre Nacional y Chapecoense”, se burlan sin reparos del accidente aéreo del equipo brasilero y quedan registrados en video. Una imagen que nos retrata y nos desnunda. Y entonces ahí sí nos duele, nos avergüenza y nos asquea. ¿Qué carajos pasa en Sudamérica?

 

 

Pasa que llegó la hora de sancionar sin reparos ni matices la violencia en los estadios. Nos llegó la hora de cambiar nuestra postal y empezar a desmentir la falsa premisa de que las barras bravas —las que ofenden, las que atacan sin reparos— hacen único a nuestro fútbol.

 

Luego del incidente, la Conmebol inició investigaciones disciplinarias contra Nacional por “comportamientos ofensivos contra la dignidad humana”. El club, por su parte, sacó un comunicado pidiendo disculpas y prometiendo medidas contra los implicados.

 

Parece ser que la especulación inicial sobre la expulsión de Nacional de la Copa ha quedado descartada y las sanciones terminarán siendo económicas. Quizá es lo más sensato (por dos idiotas no se puede joder a un club,  me dijo un amigo). Sin embargo, como precedente, como postura moral y política, me hubiera gustado lo primero.

 

Creo que  nos llegó la hora (y ya es tarde) de mirarnos al ombligo. De dejar de identificarnos con lo inadmisible y empezar a tomarnos en serio la vergüenza, la muerte y la xenofobia. Ah, y la estupidez.

 

Termine con: Decisiones estúpidas de nuestros futbolistas

 

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Foto:

ElMundo


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