Resulta que el Junior de Barranquilla, el indomable tiburón, sigue navegando por el Caribe inmisericorde. Este lunes, otra vez, volvió a descuartizar de un tajo, sangriento, eficaz, a un ejemplar más de su presa favorita: otro entrenador de fútbol.
Tras la muerte atroz que el tiburón supo darle a Alexis Mendoza, su mejor técnico en años, campeón vistoso, el depredador marino quiso probar la sangre joven de Giovanni Hernández, cerebro brillante de tardes de felicidad y cerveza en El Metropolitano. El ex número 10 también fue presa fácil, carne tierna.
Pero el tiburón es insaciable, decíamos, y este fin de semana, en su visita semestral a las playas de Barranquilla le puso punto final al mayor reto de la carrera del trabajador y metódico Alberto Gamero. Ni la honradez del samario, ni su obsesión por el trabajo, ni su exitosa hoja de vida en proyectos largos (464 partidos en el Chico y 164 en el Tolima) le sirvieron de defensa. No. El tiburón sabe oler la sangre fresca tras los tropiezos normales de sus presas, y populista, ataca mortal cuando les ve caer. Cobarde.
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Hasta acá la metáfora.
Porque el tiburón tiene nombres propios: los hermanos Char. Porque la realidad del Junior no es metafórica, ni cómica, ni caricaturesca. Es un equipo de fútbol en el que las decisiones deportivas le hacen ver como el hobby de empresarios poderosos que deciden su futuro tomando whiskhy y jugando dominó. Los platos rotos, además del hincha, los pagan entrenadores respetables como Gamero, echados a patadas como juguetes de temporada que han dejado de funcionar.
El tiburón, cuidado, parece comerse a sí mismo.
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