Nuestra amiga María Amorós esta vez hizo uso de su pluma exquisita para despedir al ‘Payasito’ Aimar, su jugador favorito.
Mi novio decía que no recordaba haber visto selecciones tan poderosas como la Francia del 85/86 y el Brasil del 82. Pero yo, que soy más joven, no recuerdo una selección como la que Argentina formó para el Mundial del 2002. Así, por encima, sin mirar en Wikipedia y en desorden, recuerdo a Batistuta (todas recordamos a Batistuta), a Crespo, Ortega, Verón, Sorín, Placente, Gallardo, Caniggia, Ayala, Zanetti y Aimar. Todos ellos bajo la égida de Marcelo Bielsa. Yo no he visto una selección igual.
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A mí, de todos esos, siempre me gustó Aimar. Era guapo y jugaba como guapo. Pero no era guapo como esos metrosexuales de hoy, que salen en calzoncillos, que tienen el mismo corte y bailan reggaetón. Tampoco usaba en la cabeza una media, como el típico futbolista argentino (o adolescente bogotano) de principios de este siglo. No, él tenía más estilo. De hecho, lo que me gustaba es que no tenía pinta de jugador. Parecía de esos tipos tímidos que uno se puede encontrar en la calle o en una fiesta, alguien con quien hablar sin temor a que su ego hablara por él. Podía pasar por una persona normal, incluso, reflexiva. Daba la impresión de ser de esas personas que entienden que se puede ser muchas cosas a la vez.
Tal vez por esto siempre estuvo bien rodeado. No solo hizo parte de aquel combo del trágico 2002. El ‘Payasito’ (no sé muy bien el porqué de este apodo) creció en las inferiores de River, club de sus amores (y de los míos también). Entrenó allí con el ‘Príncipe’ Francescoli, jugó luego con Gallardo y se juntó después con Saviola, Ortega y Ángel (!) para completar “los cuatro fantásticos” del segundo semestre del 2000. En el Mundial sub-20 de 1997 salió campeón echando paredes con Riquelme, el 10 de Boca, destinado a ser su enemigo cercano, pero a quien, no obstante, describió alguna vez como “un bailarín”. En el 2001 fue vendido al mejor Valencia de la historia. Allí salió subcampeón de la Champions y fue campeón de La Liga en las temporadas 2001/02 y 2003/04. Ese último año también fue campeón de la Copa UEFA. Del Valencia pasó al Zaragoza, del Zaragoza pasó al Benfica. Luego jugó en el Johor Darul Takzim en Malasia, y de ahí regresó, a finales del año pasado, a River, donde debutó, y donde, sin quererlo, se retiró hace poco más de un mes.
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Con Messi, el punto es aparte. Aimar fue compañero de selección del actual 10 del Barcelona en las Eliminatorias del Mundial de Alemania, la Copa América del 2007 y las Eliminatorias para el Mundial del 2010. Sin embargo, es bien sabido en el mundo futbolero que Pablo César Aimar fue ídolo e inspiración del balón de oro por excelencia. En el 2005 Messi, sin ser todavía lo que es ahora, le pidió la camiseta después un partido entre el Barcelona y el Valencia: la 21 del Valencia por la 30 del Barcelona. Luego, en un Barcelona-Benfica, la ‘Pulga’, ya con el número 10 en su espalda, repitió el gesto, cuando Aimar no era ya lo que fue.
¿Cómo entender la paradoja de ser el ídolo del mejor jugador del mundo? Al mirar al 10 de River desde la mirada de Messi, es fácil sospechar que esta admiración es mutua. Ambos miden 1,69 y se podría decir que esto es una señal de que tienen la particularidad de ser más, o tal vez menos, que un jugador de fútbol. La sutileza del juego, la delicadeza con el balón, la alegría de saberse jugadores y no futbolistas; y el reconocimiento de que el fútbol tiene la seriedad y rigurosidad del juego, les permiten aceptar con sinceridad que están (estuvieron, estarán) a la altura de lo que hacen; asumir lo que son desde la certeza de que todo juego es solo un “mientras tanto”.
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Por esto no es interés mío hablar únicamente de su palmarés. Aimar tiene más y mejores trofeos: su mayor mérito consiste en haber sido un normal dentro de los anormales. A pesar de lo que él mismo dice, creo que Aimar ha probado que se puede tratar de ser padre, hermano, hijo o amigo en un mundo que no les permite a los jugadores de fútbol ser más que eso. A sus cuatro hijos que, hastiados de la sobreexposición del fútbol, decidieron hacerse a un lado, les enseñó que se puede ser una buena persona, o simplemente una persona, en una vida nómada en la que abundan los elogios, los grandes egos y los abusos del dinero. La grandeza del jugador, en este caso, no radica en el finísimo espectáculo que es capaz de dar, sino en que, como los payasos de verdad, goza de lo que es, y de la compañía de otros.
Y para esto precisamente quiso volver a estar entre los suyos. En mayo de 2015 volvió a jugar, como era su deseo, en el Monumental. Corrió “como si estuviera en patines”, diría el Bambino Veira. Caño y aplausos del público. El reconocimiento de que se estaba ante un jugador distinto, capaz incluso de abrazar al juez de línea que lo felicitaba en su regreso. Un regreso que, sin embargo, resultó ser también una despedida adelantada y, como él, discreta. La vida futbolera de Aimar se acabó sin su permiso. Una lesión crónica en el tendón de Aquiles le robó el sueño de jugar la final de la Copa Libertadores.
Sin embargo, como en las tragedias, es la forma de caer la que distingue a los héroes del resto. Así, entonces, sentenció elegantemente nuestro héroe su final: “Yo no me hubiera puesto en la Copa (…) Entiendo el sentimiento de duelo, pero para el fútbol soy grande y para la vida soy joven”. Ahora Pablito quiere, cual Odiseo, volver a Río Cuarto, segunda ciudad de la provincia de Córdoba, para seguir siendo el humano que siempre fue.
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