La opinión de los columnistas no refleja necesariamente la de Hablaelbalón.
Lo primero que quiero aclarar es que no tengo nada personal en contra de Zidane (¿alguien que no lo conozca puede tenerlo?). Más allá de la tristeza que me produjo ver a James relegado al banquillo, un delito futbolístico, siento admiración por él. Junto a Henry, es el jugador más elegante que me ha tocado ver. Y luego, como técnico, aunque no me deslumbre su manera de entender el juego, reconozco su pragmatismo, su inteligencia superior y la confianza en sí mismo, con terquedad y valentía, que lo convirtieron en tiempo récord en el segundo entrenador más laureado del Real Madrid.
Así que el placer que siento al ver su castillo arder, desmoronarse –y el grito de gol seco que di este fin de semana después del gol de Fornals que le compró al Villarreal su primer victoria jamás en el Bernabéu –, pasa por otra cosa que una ridícula riña personal. Es más bien un fetiche. El fetiche de David y Goliat; y que me permite por momentos olvidarme de ese miedo que se me ha ido convirtiendo en obsesión: que más tarde que temprano el fútbol termine de convertirse, definitivamente, en una actividad insoportablemente predecible en la que ningún equipo menor, nunca, sea capaz de derrotar a los dragones imperiales.
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Por eso siempre, excepto cuando juega Santa Fe –y la Selección Colombia, por tanto tiempo “equipo carne de cañón”–, espero con ilusión infantil que el poderoso se confunda, que no le entren los goles (o concedan un inverosímil autogol), que sus estrellas se peleen en el campo o simplemente sean superadas por un equipo menor que, ese día, se levantó con espíritu épico. También me pasa en el tenis: quiero ver caer a Nadal, a Federer a Djokovic. Y en la vida en general. Me molestan –quizá por envidia– esas mentes robóticas que después de ganarlo todo siguen arrasando sin compasión.
Es placer puro y duro, pues, que una mañana de domingo cualquiera a los galácticos, esos a los que a la vida les va muy bien y exhiben ante todos que nada les falta, que todo lo pueden y todo lo tienen, por noventa minutos se les venga el mundo al piso. Y si no pasa en un partido aislado sino en dos, en tres, en cuatro, ¡cuánto mejor!
Después todo volverá a ser igual, mientras recuperan sus músculos en los jacuzzis de sus mansiones a las afueras de la ciudad, lo sé; pero durante el partido vuelven a convertirse en los niños vulnerables que alguna vez lloraron cuando en las inferiores el otro equipo les pasó por encima. Cuando en una prueba les dijeron que no. Cuando no vieron su nombre en la lista de seleccionados.
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Quién no se divierte viendo a Kroos, el Jedi, el inmutable, fallar pases fáciles. O a Modric, rendido, pedirle respuestas al césped mudo. Quién no siente descargas de serotonina cuando el ego ingobernable de Cristiano falla goles fáciles, con derecha y con izquierda y de cabeza. Y el baile de Marcelo, esa sonrisa plena, se suspende por un rato. Cómo no regodearse viendo a Benzema sentir el vacío frío de la frustración. Ese que sentimos todos los mortales.
Y si además el declive se hace sostenido y nos regala pinceladas poéticas como esa noche en la que ganó el Girona, o la resistencia del Numancia, o la rebelión del Villarreal: ¡Cuánto mejor!
Así que sí, es una delicia verlo perder al Madrid. Y ojalá le dure un poco más. Y que también se derrumbe el Chelsea, y el PSG y el Barcelona. Que por eso es que somos adictos a este juego.
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