Es época navideña y para la última entrega del año de la “No Historia del Fútbol”, Daniel Canal se fue hasta la famosa Tregua de Navidad de 1914 para contarnos cómo rodó la pelota ese día.
La necesidad de un respiro y la melancolía de tener a la familia lejos se fueron esparciendo en el frente de batalla de Flandes, Bélgica, tanto en el ejército del Káiser alemán, como en las filas inglesas. En la primera línea estaba Willie Loabsy, un fanático del fútbol que trabajaba en una fábrica de zapatos en Manchester, y que se enlistó en el ejército Real cuando Inglaterra entró a formar parte de la Primera Guerra Mundial. Él, de alguna forma, tenía que estar a la altura de los jugadores profesionales de cricket, rugby y fútbol que abandonaron sus ligas para servirle al país. Y aunque no era un hombre bélico ni violento, sintió que ese era su deber.
Para la nochebuena de 1914 Willie llevaba más de seis meses enfrascado en una lucha sin cuartel, donde las trincheras quedaban tan cerca las unas de las otras que los soldados podían reconocer por la cara a sus enemigos. Del otro lado, en las trincheras alemanas, empezó a ver a un soldado rubio, de cejas delgadas y pómulos marcados que debía tener su misma edad. Willie notó que él también lo reconocía y con el tiempo desarrollaron la complicidad de dos personas que no querían estar ahí.
Y aunque no era un hombre bélico ni violento, sintió que ese era su deber
El invierno belga era feroz y a los hombres en ambos bandos, a Willie y el soldado alemán, les tocaba soportar días enteros entre zanjas húmedas donde el agua les llegaba arriba de las rodillas. Por las noches ratas del tamaño de perros que se comían los cadáveres en descomposición e impregnaban el ambiente de un olor nauseabundo. Y en las mañanas los despertaba, si es que habían podido dormir, el zumbido de las ametralladoras. Durante los meses que llevaba combatiendo Willie se había ido convenciendo, así no lo quisiera pero era la realidad, que tarde o temprano si no era una bala sería la fiebre o el frío el que lo mataría; y sabía que él soldado alemán debía creer lo mismo.
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Willie pensaba que no podían ser tan diferentes porque los dos habían perdido compañeros en el campo. Él también debía tener miedo, quería volver a casa para pasar nochebuena con su familia y sabía que en cualquier momento una bala podría alcanzarlo. Ese era el común denominador de todos los soldados. Ellos eran hombres normales, que si bien estaban en bandos contrarios, no querían morir en nochebuena.
Aunque las órdenes desde Londres y Berlín eran claras -mantener el fuego y doblegar al contrario- en el frente de batalla los soldados estaban cansados, tristes y necesitaban un respiro. Willie no sabía cómo se llamaba el soldado alemán, pero su cara se había vuelto tan familiar que lo reconfortaba. De alguna manera sentía alivio cuando lo reconocía en las trincheras enemigas porque todavía no se lo había llevado la guerra. Cada vez que se veían Willie trataba de imaginar cómo sería la vida del otro. Él también debía tener una familia, hijos tal vez, y puede que tampoco creyera en las armas.
Como los días antes de nochebuena fueron especialmente sangrientos, Willie esperaba que el 24 de diciembre fuera largo y doloroso. Pero, por alguna razón que no comprendía, ningún bando disparó la primera bala. En cambio, los villancicos en inglés y alemán reemplazaron al sonido de la guerra en el campo de batalla. Sin que hubiera un acuerdo oficial, y sin tener que negociarlo, los dos ejércitos llegaron a una tregua de navidad. Esa noche no hubo ningún muerto, cada bando pudo recuperar a sus soldados caídos para darles un entierro honroso y, por primera vez desde que empezó la guerra, los hombres de la primera línea pudieron dormir tranquilos, sin el temor a una lluvia de balas en mitad de la noche.
Al día siguiente, cuando se despertó, Willie no estaba seguro de qué pasaría. Le costaba creer que lo que había ocurrido la noche anterior fuera real. No sabía quién sería el primero que dispararía para devolverlos a la realidad del combate. Él solo esperaba ver al soldado alemán para asegurarse de que estaba vivo.
Antes de reportarse con su comandante, Willie se asomó para ver el campo de batalla y quedó con la boca abierta cuando vio salir a un soldado de su trinchera con un balón de fútbol. Él, que era atlético y llevaba falda escocesa, se paró en la tierra de nadie, en la franja de menos de cincuenta metros que separaba a las trincheras inglesas de las almenas, y donde habría sido un suicido estar hacía pocas horas. Después puso el balón en el campo de batalla, cubierto por una capa de hielo y fango, y poco a poco empezaron a acudir jugadores de ambas trincheras. Willie no lo dudó porque si tenían que morir no lo harían sin jugar un último partido. Tampoco se sorprendió cuando vio salir al soldado alemán porque él debía pensar lo mismo.
Con los cascos hicieron dos porterías y cada equipo contó con más de cincuenta jugadores. El campo, que ahora era un campo de fútbol, estaba en mal estado, lleno de irregularidades y cráteres, pero esto no fue un impedimento para jugar. Ese día la guerra se detuvo, aunque fuera apenas un instante, y alemanes e ingleses se divirtieron como niños. El marcador era lo de menos, con cada pase, cada control de balón, cada remate al arco, Willie se daba cuenta que los otros no eran tan diferentes a ellos. Sin importar el bando, todos querían aprovechar el momento y sobrevivir a la guerra para volver a casa. Todos vibraban con el balón en los pies. Ninguno quería estar ahí.
Finalmente, cuando el partido terminó y los soldados debían regresar a la realidad de sus trincheras, Willie se miró con el soldado alemán sabiendo muy bien quien era el otro, y fueron a darse la mano.
–Good luck and take care –dijo Willie.
–Viel Glück und viel Segen –dijo el soldado.
Después se dieron la vuelta y cada uno volvió a su trinchera sin haberle entendido al otro, pero sabiendo que eran buenos deseos. No tenían que hablar el mismo idioma porque ambos sentían lo mismo, y esperaban no ser el culpable de que el otro no regresara a casa.
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Cuando las noticias sobre la tregua de navidad llegaron a Londres y Berlín, las cúpulas militares no lo vieron con buenos ojos. Las guerras se ganaban sometiendo al enemigo con artillería pesada, no jugando fútbol con él. La primera medida que tomaron fue relevar a los hombres en el frente para que no se familiarizaran con el enemigo, y Willie nunca más volvió a ver al soldado alemán. El primero de enero de 1915, para impedir que algo similar se repitiera, se reanudaron los bombardeas y el fuego cruzado.
Cuando se acabó la guerra Willie volvió a Inglaterra, se casó y logró reorganizar su vida. Con el tiempo dejó de pensar en lo que le tocó ver en el campo belga, y la sensación de que sus tiempos de soldado habían ocurrido en otra vida se fue haciendo más fuerte. Poco a poco dejó de contar sus historias y estuvo a punto de olvidarlas hasta que un día, cuando estaba de vacaciones, vio al otro lado de la calle a un hombre que creyó reconocer. Tenía las cejas delgadas y los pómulos marcados, y aunque el poco pelo que tenía era blanco se notaba que había sido rubio. El hombre se quedó mirándolo y también pareció reconocer en Willie algo familiar.
Entonces se le ocurrió que ese podía ser el soldado alemán al que veía desde su trinchera. El mismo que le había dado la mano después del partido y que, al fin y al cabo, no era tan distinto a él. ¿Quién sabe?, puede que él también hubiera sobrevivido a la guerra, reconstruido su vida, y que veinte años después lo tuviera al frente. Entonces Willie se llenó de valor y cruzó la calle para salir de la duda.
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