En 2009 Santa Fe estaba en ruinas. Más allá de las miserias deportivas y su alarmante sequía de títulos –35 años sin ser campeón–, el club estaba siendo investigado por presuntos vínculos directos con actividades non sanctas relacionadas al narcotráfico. Los patrocinadores le habían dado la espalda y económicamente todo iba en caída libre. Santa Fe era un equipo sin autoestima, sin sentido de pertenencia, sin plata y sin ambición. Estaba muerto. El panorama era oscuro, oscurísimo.
Siete años (y siete títulos) después todo esto parece mentira. Hoy, hablar de Santa Fe es hablar de un equipo acostumbrado a ganar, que se ha abierto un espacio en el plano internacional, que se creyó el cuento. Hoy, hablar de Santa Fe es hablar de un club bien administrado, de una institución seria, saneada, es hablar de un club que sabe para donde va. Es hablar de una hinchada esperanzada que dejó de lado el pesimismo y la desesperanza que durante tantos años sobrevoló el Campín. Detrás de todo esto hay muchos responsables, pero hay uno que es más grande que todos. Se llama César Pastrana.
El presidente llegó en 2010 y desde entonces todo ha ido cuesta arriba. Si bien desde lo administrativo-comercial su labor ha sido impecable, la diferencia la ha marcado principalmente desde lo deportivo. Para dirigir un equipo de fútbol, antes que nada, hay que saber de fútbol: esa fue su premisa y por eso hizo el curso de director técnico de la AFA antes de coger las riendas del equipo bogotano.
Cuando llegó, lo primero que hizo fue acabar con esa costumbre tan colombiana de deshuesar los equipos después de cada temporada. Pastrana diseñó un plan deportivo a largo plazo. Usó a Omar Pérez como piedra angular y ha mantenido por muchos años una base sólida de jugadores que ha ido reforzando gracias a su ojo biónico para identificar talento. Apuestas ganadoras como las de Yerri Mina y Yeison Gordillo lo dejan de manifiesto. Él, aunque afirma ser respetuoso con las decisiones puntuales de los entrenadores, está completamente involucrado en el día-a-día de los entrenamientos. “Soy un presidente de campo”, explica. En Santa Fe no se cuelga un cuadro sin antes consultarlo con el ‘Presi’.
Pero ser omnipresente y omnipotente sin caer en el despotismo requiere de una calidad humana excepcional, de una habilidad y de una sensibilidad para relacionarse y construir vínculos de fidelidad. Pastrana es un tipo simpático, bonachón, querido por la prensa y por los aficionados. Los jugadores lo aman y lo respetan. Todos lo reconocen como una figura casi paternal y él lo ha sabido asumir. Su paternalismo ha traspasado los límites de la lógica, hasta el punto que Santa Fe se ha convertido en un club dedicado a resucitar jugadores hundidos en los vicios de nuestro fútbol. Wilder Medina, Daniel Torres, Luis Quiñones, Johan Arango, todos parias futbolísticos que han renacido bajo el manto de Pastrana. Los éxitos recientes del equipo y la actual imagen institucional de Santa Fe, han convertido a César en el dirigente paradigma del fútbol colombiano.
El fútbol, en principio, es de los futbolistas. Sin buenos futbolistas no hay proyecto que valga. El éxito depende de ellos. Sin embargo, cada tanto, aparecen figuras como la de Pastrana en Santa Fe. Figuras magnéticas que parecen poderlo todo. Hombres de corbata que trascienden y superan a los de pantaloneta. Pero como pasa con los grandes (y mediáticos) hombres, el presidente de Santa Fe lleva consigo una sombra, un peso en la espalda: acusaciones sin resolver, señalamientos oscuros, dudas, incertidumbres. Su figura bonachona es también hermética y misteriosa. No obstante, hasta que se compruebe lo contrario, hablar de Santa Fe, hablar de su mejor época, es lo mismo que hablar de César Pastrana.
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