Ángel y Demonio. Jairo Castillo fue capaz de lo mejor y lo peor. Su historia está grabada con letras rojas en la memoria del fútbol colombiano.
Nació diablo y se crío con el Diablo. A los 14 años llegó de Tumaco al América y aunque debutó con la ‘Mecha’, tuvo que bajar al Torneo de Ascenso para terminar de hacerse hombre. Con el Bucaramanga salió campeón de la B y entonces, ahora sí, se le abrieron las puertas del infierno.
El ‘Tigre’, como lo bautizó Óscar Rentería, fue figura y goleador del América que salió campeón en el 97’. Además, un gol suyo fue el que empató la serie contra Santa Fe y provocó la definición por penales en la que el América ganó su primer y único título internacional: la Merconorte del 99’. Con la camiseta de sus amores, muy rápido, se hizo ídolo. Era una fiera. Más que un tigre, una pantera.
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Para entonces ni siquiera su constante indisciplina parecía tener la fuerza suficiente para enfrascar su talento endiablado. El sueño del fútbol internacional le llegó con el nuevo milenio. Se fue para Vélez Sarsfield. Todo pintaba bien. Era perfecto. A principios de este siglo, Argentina todavía era el trampolín al fútbol europeo y su nombre comenzó a sonar al otro lado del Atlántico. En Italia se movieron las aguas.
Mientras tanto, con la Selección, Jairo se hizo inmortal. En un partido contra Chile en Santiago el ‘Tigre’ les dio a los chilenos un poco de su propia medicina. Con una chilena, sobre la hora, puso el 0-1 que nos hizo soñar con el Mundial de 2002. El cuadro de ese gol tiene reservado, para siempre, un lugar especial en el museo de nuestro fútbol.
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En el 2001, después de ganar la Copa América, los rumores dejaron de ser rumores. El Genoa quería llevarse al ‘Tigre’. Iba a firmar por cuatro temporadas, la cosa estaba arreglada, pero en cuestión de segundos todo se fue al diablo. Su gusto por la fiesta y la velocidad le pasó factura. Los tragos de Jairo cobraron la vida de dos mujeres que iban montadas en su poderosa Ford.
Del Genoa no se supo nada más. El ‘Tigre’ se quedó en Colombia intentando hacerle goles de chilena a la justicia. Pagó la fianza y volvió al América. Pero ya no había nada que hacer. Su vida, como su camioneta, quedó patas arriba.
En Cali volvió a salir campeón, dos veces, y en 2002 fue él el que le hizo los tres goles a Nacional en la final. Pero los que lo vieron coinciden en que ya no era el mismo crack. Algo le faltaba. Agilidad, velocidad, chispa. El fuego interno se le había apagado. Se hizo más protagonista afuera que adentro de la cancha, y el alcohol siempre apareció a su lado en la foto. Salud.
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Jairo se hizo nómada. Su talento, una pisca de él, fue suficiente para darle la vuelta al mundo. Independiente de Avellaneda, Real Valladolid, Millonarios, Limassol FC de Chipre, Godoy Cruz, Defensor Sporting y Querétaro fueron sus paradas antes de volver a casa.
En 2011, cuando la ‘Mecha’ estaba subiendo al cielo (o sea, yéndose a la B) Jairo volvió con la promesa de ser el salvador. Estuvo cerca, pero el guionista del fútbol es un canalla. Fue él, el ídolo, el goleador del 97’, el del gol en la Merconorte, el de los tres goles a Nacional en 2002, fue él, el supuesto salvador, el hijo pródigo, el desgraciado que se comió el penal decisivo en la promoción. ¡Qué putez!
Lo que pasó después es irrelevante. Se retiró. Lo volvieron a pescar manejando borracho. Por ahí dicen que intentó llevar a Falcao a los estrados, acusándolo de haberle robado el apodo. Ahora es empresario ¿Y qué? Ya nada de eso importa. Al que tenemos que recordar, al que vale la pena buscar en la memoria, es al joven ilusionado, con camiseta grande y desjetada, que, en Santiago de Chile, con una pirueta espectacular, nos hizo creernos los mejores.
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