Zidane y Buffon. ‘Gigi’ y ‘Zizou’. El fútbol todavía tiene hermosas historias de amor.
Veinte años tenía. Era bueno, yo sabía que era bueno. Y además me quería tragar el mundo. Tuve suerte, también tuve suerte, lo reconozco. Cannavaro, Nesta, Asprilla (estaba loco, Asprilla), Thuram, Dino Baggio, Sensini, Crespo, esos eran mis colegas cuando con veinte años me quería tragar el mundo. Con ellos entrenaba cada mañana, con ellos me hice grande y me creí el cuento de haber nacido para el fútbol. Y bueno, Carlo, como si fuera poco, estaba Carlo (acá debo decir que Ancelotti es un sabio). El Parma era mi casa, desde los trece años apostaba todo por mí, allí nada me faltaba. Pero a los veinte años uno no controla muy bien sus ambiciones, y sueña alto, y vive ansioso. Y quiere más.
Yo quería más. Quería ser como él, tan importante, tan determinante, tan superior al resto. Yo quería ser como ese francés perfecto, elegante, que esos años, en el 97 y en el 98, llevó a la Juve hasta la final de Champions (qué perdiera, no sé por qué, me hizo admirarlo más).
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Lo conseguí. Trabajé mucho. Trabajé sin parar, obsesionado. No descansaba, no disfrutaba las vacaciones, vivía hiptonizado por la idea de ser el mejor de todos. 54 millones de euros le dejé al Parma cuando firmé por la Juventus. Nunca antes se había pagado tanto dinero por un portero. Así que con el club quedamos a mano; fue un amor perfecto, recíproco, simétrico.
Al firmar me dijeron que jugaría con él, con la leyenda, con el mago. La vida no se podía poner mejor.
Pero apareció el Real Madrid. Apareció Florentino Pérez. Así es la vida. “Qué placer hubiera sido, Zizou”.
¿Se acuerda de este equipo eterno? La Juve que se fue a la B.
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El tiempo pasa rápido en este negocio. La élite es frenética. Los futbolistas vivimos esto casi sin darnos cuenta, como un orgasmo prolongado. El fútbol te pasa por encima, te envejece, te va gastando la piel.
Ese día, ese junio, ya tenía yo tres Scudettos encima, ya había jugando un Mundial y una Euro. Con treinta años, ese mes en Alemania, por primera vez sentí que el mundo me trataba como a una leyenda. Me sentí superior al resto… Por encima de todos menos de él, que levitaba, y que días antes dio su mejor espectáculo contra la Brasil de mi amigo Ronaldo.
Todo pasó muy rápido (en el fútbol todo pasa muy rápido: pregúntenle a Materazzi). No había terminado yo de despertar del sueño de jugar una final del mundo y ya estábamos los dos, frente a frente, a doce pasos, mirándonos como dos gallos antes de saltar al ruedo. ¡Penalti al minuto 5!
En su mirada vi sangre. Vi rabia. Vi dolor. El Zidane que me miraba de frente era un héroe herido. Pero recuerdo no tener miedo. Recuerdo incluso agradecer el momento. Recuerdo pensar en toda Italia paralizada en ese instante y sentir el aire fresco de su aliento. “Su mirada roja lo hará patear seco, cruzado, rastrero, tiene que asegurar”, pensé. Tenía la fórmula, había llegado mi gran momento.
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Hacerse grande es irse desprendiendo del ego. Es dejar de compararse. Y desconfiar de eso de “Ser Leyenda”, “Inmortal”, “Mitológico”. En estos días he vuelto a ver aquel penalti: yo en el piso, burlado, engañado… y él soberbio, como los artistas después de un último trazo perfecto, como un mago burlón, como un loco. Ya no me duele, ya no me humilla.
Es más, antes de salir a jugar en Cardiff se lo mostraré a Dybala. Para que vea esa mirada con sangre, esa concentración furiosa. Para que se apropie de esa rebeldía y de ese ingenio y de esa locura. Para que entienda que esos diez segundos contienen el fútbol, y que así se juegan las finales.
Luego, pase lo que pase, me abrazaré con ‘Zizou’. Le agradeceré por hacerme amar el fútbol. Por hacerme querer ser mejor.
Hay que verlo narrado en francés. Zidane está loco. De remate.