Los ojos de Medusa

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Nuestro amigo y escritor Daniel Canal quiso recordar a Marc-Vivien Foe, el primer muerto que muchos de los millenials vimos. Este cuento hace parte de “La no historia del fútbol”, el primer libro de cuentos de fútbol que Daniel Canal estará publicando en Hablaelbalón.

 

Nosotros no somos diferentes, ¿quiénes?, pues tú y yo. Somos colombianos que nacieron a principios de los noventa, criados en parte por la televisión y que poco o nada sabían de lo que pasaba afuera de sus casas. La guerra (si es que había guerra) y los muertos (si es que había muertos) era un cuento que no conocíamos porque las cosas malas ocurrían lejos, muy lejos, casi que en otro país. Vivíamos en una burbuja a prueba de balas, o los adultos pensaban que era a prueba de balas. Habría que ver hasta donde era verdad.

 

Me acuerdo que llegaba del colegio, jugaba fútbol en el parque del conjunto (no me dejaban salir a la calle) y después entraba a la casa para ver televisión porque la tarde era fría y el frío enfermaba, o eso decía mi mamá. Ella vivía preocupada de que me diera una gripa o una pulmonía y terminara en paro respiratorio. Pero esos eran todos los peligros que conocía. Cuando se acababan los muñequitos que me gustaban y empezaba el noticiero quedaba prohibido ver televisión, porque esos no eran programas de niños. Para ver la realidad tenías que ser mayor de edad, ahora me doy cuenta.

 

De ahí que nunca me enteré de las bombas, los secuestros, las masacres y todas las barbaridades que una persona era capaz de hacerle a otra. Nosotros, los de la burbuja, soñábamos con el Pibe Valderrama, el Matador Salas, Batigol y Ronaldo, los héroes –nuestros héroes– que nos pedíamos en el recreo. Ellos eran superhombres indestructibles, nada podía pasarles: eran futbolistas después de todo. En fin, vivía feliz en un castillo que quedaba muy lejos de las cosas malas y tenía barricadas contra el dolor y la muerte.

 

Recuerdo que una tarde mi papá me dijo, oye, Pablito, ven que ya va a empezar el partido, ¿o te lo vas a perder? Y yo salí corriendo y de un salto quedé sentado al lado suyo en un sofá de cuero café, que daba la sensación de estar a medio camino entre un trono y una cama. Entonces le dije, oye, papá, ¿y quiénes juegan? Pues Colombia, dijo él, ¿quién más iba a jugar? Y es contra Camerún, esos africanos son duros. Pero Colombia está mejorando, yo creo que nos va a ir bien aunque todavía falta profundidad, lo que siempre nos falta. Y mi papá continuó con su monólogo de reproches que cada papá tenía y repetía hasta el cansancio sin que nadie le pusiera atención.

Nunca me enteré de todas las barbaridades que una persona era capaz de hacerle a otra

El partido arrancó y mi mamá llegó con papitas y salchichas. Mi hermana, que no le gustaba el fútbol, se arrunchó en las piernas de mi papá y se fue quedando dormida. Yo tenía la esperanza de que Colombia ganara porque podríamos salir a pitar a la calle. Además, al otro día cuando jugara con mis amigos en el colegio unos serían los de Colombia y los otros de Camerún.

 

Aunque en esa época no lo sabía, y ahora, mucho tiempo después, sigo sin entenderlo del todo, cuando Colombia jugaba se decretaba en el país un alto al fuego implícito que se respetaba durante los noventa minutos del partido. Noventa minutos en los que todos éramos del mismo bando. No había nadie de allá ni de acá, buenos ni malos, eran noventa minutos sin muertos.

 

Los cameruneses jugaban bien, como leones, pensaba, aunque en esa época no sabía muy bien dónde quedaba África y mucho menos Camerún. Lo que no se podía negar era que les llevaban una cabeza a los colombianos y parecían toros de lidia al lado de unos potros flacos.

 

Entonces, de la nada, sin previo aviso, uno de los cameruneses se derrumbó. Cayó al piso como si se le hubieran derretido los huesos. Cuando la cámara lo enfocó, el hombre, que los comentaristas llamaban Marc-Vivien Foe, se quedó mirándome con los ojos en blanco, o sentí que se quedó mirándome. Me quedé congelado, de piedra, no podía mover ni un solo músculo de la impresión y si me hubieran empujado me habría roto al caer al suelo como una estatua de yeso.

 

Él me miró a través de la cámara con los ojos de un zombi mientras colombianos y cameruneses lo movían igual que a un muñeco de trapo. Miles, millones de personas lo vieron desvanecerse en vivo y en directo y en el mundo se hizo un silencio comunal. Hasta en las selvas se extendió la ola de silencio, que debía ser aún más inquietante por la falta de disparos.

 

Mi mamá cambió de canal con el control remoto diciendo que era mejor ver otra cosa. Pero a mí me dio curiosidad, una curiosidad insoportable por el camerunés que me buscaba desde el otro lado de la pantalla con los ojos volteados para adentro, y fui hasta el televisor y puse el canal del partido.

 

La cancha estaba llena de personas que no eran jugadores, y la cámara los mostraba a todos, futbolistas o no, con cara de preocupación. Yo les pregunté a mis papas qué estaba pasando y ellos, sin encontrar las palabras, dijeron que a veces la gente se enferma en los momentos menos esperados. Entonces volvieron a enfocar a Marc-Vivien y, aunque tenía los ojos cerrados, me miraba desde atrás de sus párpados como diciendo que no me olvidara de él. Que, ¡por favor!, no me olvidara de él, eso era todo lo que pedía.

 

Le pregunté a mi papá si él pensaba que era grave y me dijo, no sé, hay gente que tiene mala suerte y se desnuca en la ducha y otra que sobrevive a accidentes aéreos, pero esperemos que esté bien. Me quedé mirándolo con los ojos bien abiertos porque mi papá no me hablaba así. De hecho, si no estoy mal, creo que esa fue la primera vez que me habló como a un hombre y no como a un niño.

 

Cuando sacaron a Marc-Vivien de la cancha el partido continuó, pero yo no podía dejar de pensar en los ojos blancos pidiéndome que no lo olvidara. Ya no me acuerdo quién ganó, o si empataron, y cuando terminó el partido el mundo volvió a la normalidad. Colombia continuó la guerra, en Camerún pasaron las cosas que pasaban en Camerún y yo salí a jugar al parque del conjunto pero nadie estaba de ánimo.

 

Esa noche me despedí de mis papás y me acosté en mi cama, pero no me dormí sino que me hice el dormido. Cuando ellos se fueron a ver el noticiero me quité las cobijas, fui hasta la puerta de su cuarto y me senté en el piso sin atravesar el umbral. Desde ahí ellos no podían verme, y si no hacía ruido ni se darían cuenta que estaba ahí. Quería saber qué le había pasado a Marc-Vivien.

Fue la primera vez que me habló como a un hombre y no como a un niño

En las noticias dijeron que murió debido a un fallo cardíaco, mientras pasaban las imágenes de su cuerpo tirado en el piso. A pesar de los esfuerzos de los paramédicos, no pudieron revivirlo de camino al hospital. Entonces volvieron a pasar los planos donde le enfocaban la cara y sus ojos en blanco me miraron a mí, otra vez a mí. Me buscaron por todo el cuarto, porque sabían que no iba a dejarlo solo, y me descubrieron en mi escondite.

 

Ese fue el primer muerto que vi, y vi el momento exacto en que murió ese hombre sin que yo hubiera cumplido los diez años. No fui capaz de moverme de mi escondite porque sus ojos en blanco me dejaron de piedra por segunda vez en el día. Cuando pasó la historia de Marc-Vivien siguieron hablando de muertos, de muchos más muertos y bombas y balas perdidas… de todo eso que mis papás no querían que viera, que los niños como nosotros no debían ver. Y mientras hablaban de cuerpos y cadáveres yo me imaginé un ejército de personas con los ojos en blanco desfilando con Marc-Vivien a la cabeza.

 

Desde ese día empecé a ver noticias, primero a escondidas y después con mis papás, que trataban de explicarme lo que ni siquiera ellos entendían. Con los años, sin saber en qué momento ocurrió, terminé por acostumbrarme a la muerte por televisión. Me volví hermético. Eso significaba crecer.

 

Pasó mucho tiempo antes de que volviera a estremecerme, y cuando ocurrió ya era mayor y sabía qué le pasaba a la gente en el país. Aunque había visto muchos muertos, por pasar horas y horas sentado frente al televisor, este fue diferente, fue en persona, lo vi desde la ventana del carro tirado en la berma de la carretera. No era un futbolista camerunés sino un colombiano que seguramente estaba en el lugar y el momento equivocado.

 

Yo pensaba que era fuerte, acostumbrado a la muerte por una realidad cruel y mezquina, y que ya nada podía ablandarme. Quizás era un síntoma de la adolescencia, pero cuando le vi los ojos quedé paralizado como si hubiera visto los ojos de Medusa, como si hubiera visto a Marc-Vivien Foe.

 

Foto:

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