Hablar de Raúl González Blanco es hablar del Real Madrid, y viceversa. Le contamos de principio a fin una de las historias de amor más lindas de este deporte.
El padre era ‘colchonero’ y el hijo, pues, era un ‘colchonero’ en potencia. Lo habían enlistado en las categorías inferiores del Atleti, jugaba de delantero y la rompía; venía de ser capitán y goleador del equipo cadete que había salido campeón nacional, cuando el presidente del club, un señor de nombre Jesús Gil, acusando problemas económicos, clausuró las divisiones menores.
Entonces, el niño de rulos y su padre no tuvieron de otra que aceptar la invitación del vecino. El Real Madrid, ni corto ni perezoso, pero sin saberlo aún, se hizo con el que se convertiría en el último gran símbolo del club.
Raúl se sacudió el rojo, y de blanco, solo de blanco, siguió en lo suyo: haciendo goles. A simple vista en un entrenamiento cualquiera no parecía un jugador extraordinario, pero tenía una seguridad y una convicción impropias en un adolescente, o mejor, impropias en un ser humano. “Rául regateaba más o menos, no le pegaba bien al balón, no cabeceaba bien… Todo eso hasta que empezaba el partido, después lo hacía mejor que ninguno”, diría Ángel Cappa, quien fuera asistente de Jorge Valdano, el técnico que lo puso a debutar.
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Tenía 17 años y jugaba en el tercer equipo cuando Valdano se le acercó en un entrenamiento y le dijo que sería titular contra el Zaragoza. “Si mañana quiere ganar me pone, si no quiere ganar no me pone, fácil”, contestó el niño sin titubear. Es como si Raúl hubiera sabido que iba a ser Raúl. En la Romareda, Butragueño fue al banco y el niño ocupó su lugar. No jugó mal, pero tuvo tres fallos groseros frente al arco y el Madrid perdió 3-2. Hubo dudas, los dedos señalaron al técnico y, como no, al joven debutante.
La semana siguiente Raúl llegó al Bernabéu en bus y salió en limosina. Era el derby contra el Atlético y Valdano no arrugó, lo volvió a poner. Ambos, jugador y entrenador, sabían lo que vendría. Raúl dio un recital: se inventó un penal, asistió al ‘Bam Bam’ Zamorano e hizo un golazo. Arriba en la tribuna su padre gritaba emocionado que ahora era hincha del Madrid; en el palco, o quién sabe dónde, Jesús Gil se rasgaba las vestiduras; los otros 79.998 espectadores quedaron flechados para siempre, fue amor primera vista.
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“El que se quiere comer el mundo tiene permiso para comérselo”, dijo Jorge sobre su pupilo en rueda de prensa, Este se lo tomó en serio. Su progresión fue meteórica. La temporada siguiente a su debut, Raúl retiró a Butragueño y cogió, para no soltarlo nunca más, el número siete. Lo demás es historia patria del fútbol mundial…
Su dedicación, su compromiso y su hambre voraz, su obsesión por la competencia, fueron las razones por las que siempre estuvo al mando. Le trajeron a los ‘Galácticos’ y no le pesó. Su semblante tranquilo, como de veterano, y su olfato goleador lo hicieron indiscutible. En 2002, en aquella la noche de la hermosa volea de Zidane al Leverkusen, el también hizo gol y levantó su tercera Champions. Tenía 24 años. Ni así perdió el norte. Nunca lo hizo, a pesar de que algunos sectores de la prensa alguna vez dijeran lo contrario.
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Estuvo en las buenas y en las malas. Después de la gloria de principio de siglo se fumó honradamente los años en los que el Madrid pasó en blanco. Además, una rotura parcial de ligamento cruzado en 2005 hizo más amarga la sequía. Y aunque con Capello y Schuster hubo una estabilidad aparente —se ganaron dos ligas consecutivas—, todo pareció ser una etapa de preparación psicológica para la tortura que sería la hegemonía del Barça de Guardiola.
En 2009, con la llegada Cristiano y Benzema, Raúl se vio relegado al banquillo. No hubo reproches. Nunca se quejó públicamente. Siempre respetó la decisión de Pellegrini pero internamente se negó a aceptar esa realidad. De “viejo” conservaba intacta la sed del niño que hace quince años había sometido en el Bernabéu al club que lo formó. Tenía mucho futbol y no estaba dispuesto a ver desde el banquillo cómo se le consumían sus últimos años.
El 26 de julio de 2010, sin mucho bombo ni ceremonias de despedida, Raúl dejó Madrid para ir a hacer felices a los hinchas del Schalke. Fue una despedida fría, como si en realidad no fuera nada. Porque no era nada. Él sabía que volvería. Y hoy, siete años después, a sus 40 años, se sumará como asesor de Florentino. Hace un tiempo Zidane también ocupó ese puesto y todos sabemos cómo terminó ese cuento. Hay motivos para seguir ilusionándose con esta historia de amor.
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El Mundo