Psicólogo en desuso, editor aficionado y futbolista recontra frustrado.
Colombia ha tenido muchos cracks, pero muy pocos como Arley Betancourt.
“Arrancó en la Sarmiento Lora y luego fue al Cali”. Con esa frase arranca uno de cada tres escritos sobre fútbol colombiano. Qué le hacemos si es verdad: las leyendas crecen en la Sarmiento y se hacen famosas en el Cali. Así, obvio, comenzó su historia, la de Arley Betancourt.
Por allá en el 93’ debutó Arley. Tenía 18 años y sus formas eran descrestantes. Un volante ofensivo de buen pie, gambeta, de tirar pases imposibles y con mucho gol. No había que ser un versado para darse cuenta que el pelao valía su peso en oro. Tan diferente era que costaba trabajo decir si era diestro o siniestro. El mundo le iba a quedar chico.
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Dos años después ya había hecho méritos suficientes para ir con la Selección Colombia a los Juegos Panamericanos de Mar del Plata. Y la cosa no podía ir mejor. Dicen que a la concentración de Colombia llegaron empresarios europeos que habían ido a Argentina para mirar al ‘Burrito’ Ortega y terminaron fue encantados con el pollo colombiano.
Dizque se iba a convertir en el colombiano más joven en cruzar el charco… Hasta que apareció el árbitro tico Ronald Gutiérrez. Fue en la semifinal del torneo, contra México. A Bentacourt lo estaban cagando a patadas y el de negro callaba. A sus reclamos el árbitro contestaba con amenazas de expulsión. Y las cumplió. Un berrinche de Arley se convirtió en amarilla, en la segunda, y por lo tanto roja. El jugador reaccionó y amagó con pegarle, pero se detuvo. Algo lo hizo entrar en razón. Fue cuando se dirigía a la salida cuando oyó un retador “ándate a la duchas, gamín”. Ahí sí la perdió…
Betancourt, con espuma en la boca, se devolvió y le propinó, simultáneamente, una patada voladora y un puño en la cara a Gutiérrez. El árbitro no se conmovió por las lágrimas de cocodrilo ni las palabras de arrepentimiento. Una denuncia por agresiones personales no se hizo esperar y Arley pasó una noche en la guandoca. La incomodidad del calabozo fue un chiste al lado de la sanción: dos años sin partidos con la Selección y 40 fechas sin jugar en el fútbol local.
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El talento no se diluyó y a pesar del martirio que vendría luego, los mejores años de su carrera estaban cerca. En el título del 96’ poco pudo ayudar por culpa de la sanción y de una lesión que lo cazó durante esos meses. Un mal paso le rompió los meniscos y las ansias de volver terminaron por joderlo todo. Todo el mundo se precipitó y Arley volvió, pero no cumplió los plazos de la recuperación.
A partir de ahí jugó siempre con un dolor crónico y paralizante. Casi paralizante, pues así, en una pierna, fue una de las fichas doradas del hermoso Cali del 98’. Junto a Rafael Dudamel, Mario Alberto Yepes, Martín Zapata, Álex Viveros, Víctor Bonilla y ‘Magic’ Candelo armaron un equipo eterno que salió campéon en Colombia y perdió contra Palmeiras en la final de la Libertadores del 99.
La compañía constante de las agujas en su rodilla y las varias cirugías con las que trataron de salvarle el cartílago no asustaron a Lanús; en 1999, con la medalla de plata todavía en el cuello, se lo llevaron a Argentina. Allí, el bueno de Russo no fue tan bueno con él y le negó el balón. Cansado y adolorido, Arley volvió a Colombia un año después.
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Con las ganas que traía de jugar, ir al América no fue tan traumático. Al revés, vestido de rojo escarlata levantó la tercera y última copa de su carrera. Lo que vino después es un testimonio que no le hace honor a lo que pudo ser y nunca fue: Arley dio tumbos por Millonarios, Pereira y Centauros. En 2004, en el Quindío, cerró la tienda. A sus 29, su rodilla le dijo que no iba más.
Hace poco el diario El País de Cali lo ubicó. Hoy es un gordito casado que tiene tres hijos y vive en Brasil. Se dedica a hacer inversiones en bienes raíces y está lejos del fútbol. Dice que lo extraña. Nosotros decimos que el fútbol te extraña a ti, Arley.
Foto:
Getty
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