Alejandro Escorcia busca la catársis en este pequeño cuento sobre la derrota.
Jugar fútbol es enfermedad, perder o ganar son síntomas. Últimamente me pegó el virus de la derrota. Y no me suelta. Me tiene asfixiado. Entonces, en el carro, en la ducha, en la fila del almuerzo, con ese corto aliento que se disfraza de suspiro, con esa frustración de plomo en las venas, me he puesto a pensar por qué me aflige tanto perder. Ya debería tener callo, pero no es así.
Lo único que me abstiene de estar peleado con el fútbol es la certeza de perder, también, la pelea. No daría la talla. Cedería y perdería. Perdería una vez más. Perdería como ya he perdido mil y mil veces.
Lo cierto es que hay muchas formas de perder, más para un amateur como yo.
He perdido en todo lado. He perdido en canchas donde solo he sido otra ampolla bajo el sol. He perdido en canchas que hicieron parte del Diluvio Universal; he perdido en el barro que quedó después. He perdido sobre imitaciones sintéticas de grama, he perdido sobre polvo que alguna vez fue pasto. He perdido con arena en las orejas a la orilla del mar. Me he raspado las rodillas perdiendo en el cemento del distrito. Hasta he perdido partidos que se interrumpen cada vez que un carro atraviesa la cancha.
Los he perdido en los 90 minutos y los he perdido desde la banca. Los he perdido entregando todas de primera, los he perdido amarrando todas. Alguna vez perdí uno donde hice uno que otro gol, bastantes he perdido regalando uno. He perdido por la expulsión (mía o de un compañero) que nada tuvo de justo. Y ni una patada bien puesta me ha salvado de perder cuando me ha tocado.
He perdido sin jugarlos también. Perdí más de los que sé contar y aún sigo yendo a santiguarme al Campín: es lo único en lo que creo. Perdí finales sobre la hora, con un línea al que le pesó el banderín en el último contragolpe del partido. Perdí finales con la cara entre las manos, tapando mis ojos, para no ver el último de la goleada. Perdí con orgullo, con las manos adoloridas de tanto aplaudir, con la garganta ronca de tanto gritar, con la camiseta más puesta que nunca para atajar las lágrimas.
He perdido partidos digitales. Partidos de unos y ceros. Con controles dañados. Con controles nuevos. Con equipos sobrevalorados por programadores. Con equipos que ni conozco. Con errores del sistema operativo. Contra amigos del alma, contra cuñados, contra primos, contra tíos y hasta desconocidos que me insultan por internet.
Los he perdido todos, creánme. He perdido en silencio, he perdido llorando, he perdido puteando. He perdido de todas las formas que se me ocurren. Los he perdido de mil maneras. Solo hay una que me falta -espero que nunca me toque-: perder sin que me importe.