Por fin dimos con una historia para reivindicar al que va solo y va de negro y tiene el oficio más difícil del fútbol.
De niño, cuando sus padres peleaban, él hacía de intermediario. Ecuánime, con una sabiduría impropia de su edad, resolvía las asperezas. Gracias a él, después del alboroto, papá y mamá se tomaban de la mano y se fundían en un abrazo de reconciliación. Lo mismo ocurría con sus hermanos y con sus tíos y con sus parientes cercanos. Desde muy temprano, Guillermo supo que llevaba adentro el don de impartir justicia.
Por eso, años después, ya adolescente, jugando para el equipo del colegio, en vez de asistir con juicio a las charlas técnicas de entretiempo, prefería discutir de igual a igual el reglamento con el árbitro de turno. Lo suyo no eran los goles ni las gambetas, lo suyo era la ley. En ese villano de negro, omnipotente, solitario, Guillermo veía la foto de su futuro.
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Pero primero vino el ring, la dureza y los nudillos hinchados. Antes de ser árbitro, preparándose para el salvajismo que se le vendría encima, comprobando que la justicia implica conflicto y violencia, Guillermo sangró e hizo sangrar. En 1957 se quitó los guantes y saltó del ring al rectángulo verde. Ya estaba listo para mandar.
Eran otros tiempos, tiempos en blanco y negro, sin sensores en las porterías ni árbitros fantasmas detrás de los arcos, sin repetición, sin tarjetas. Aunque los jugadores, como ahora, como siempre, eran chimpancés uniformados programados para la riña y el engaño, el de negro estaba más solo que nunca. Eran él y su silbato. La dignidad, la autoridad, la justicia, dependían del temple. Sí, hay que decirlo, ser árbitro era para machos cabríos.
El gancho a Castronovo.
Alberto Castronovo, argentino. Mediocampista bravo, bravísimo, hoy en mejor vida e ídolo total del América de Cali. Año 1957. Defendía entonces la camiseta de Atlético Nacional. Estadio El Campín. Millonarios vs Nacional.
Castronovo, como siempre, va con la sangre caliente. Con el juicio nublado, ya fuera de sí, aprovecha el embrollo, la discusión colectiva y con cobardía y precisión ajusta un puntapié en la canilla del árbitro, ocupado este en contener la avalancha de reclamos. El de negro cae. Vencido, humillado, se retuerce de dolor. No hay manera de saber quién fue, pero debe pararse y andar, pues el show debe continuar.
Caminando con dolor el árbitro señala el córner. Castronovo está en el área, impune, cínico. No lo ve venir. Ya es tarde. Un gancho en la barbilla lo tira al suelo. Se levanta iracundo en búsqueda de su agresor, que lo espera. Se lían a golpes.
Cuando la policía entra a sacarlo a Castronovo, su agresor, Guillermo, no lo permite. «Ha sido golpe por golpe», dice. «Ya recibió su castigo, la expulsión no hace falta». El partido continúa.
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El nocaut a Herera.
Estadio Pascual Guerreo. Deportivo Cali vs Tolima. En el Tolima hay un jugador bajito, Herrera, pero fenomenal por el aire. Defensor Central de la Selección Colombia. Recio y bocón.
Guillermo se come un fuera de lugar del tamaño de una catedral a favor del Cali. Fontán, arquero uruguayo del Tolima, entra en cólera. Herrera lo secunda. Acostumbrados a poder descargar su odio con los árbitros, sin límites, sin mesura, se exceden, putean de más. Guillermo atiende atento. Camina sin pausa hasta estar frente a frente con Herrera: Gancho derecho, ¡Nocaut! Insulto por golpe, justicia divina.
Años después, cuando se vieron de nuevo, Herrera fue a buscarlo… para abrazarlo, en muestra de respeto y obediencia ante el juez.
La noche que expulsó a Pelé.
Es 1968 y Pelé, junto a su Santos-espectáculo vino a Bogotá a jugar un amistoso contra la Selección Colombia clasificada a los Olímpicos de México. El Campín se ha colmado, Colombia entera quiere ver a ‘O Rei’.
En la madrugada del partido Guillermo dio un gol a Colombia en aparente fuera de lugar. Además, por reclamar con alevosía, expulsó a Lima, testarudo jugador del Santos. Antes de irse a las duchas, Lima se despidió del juez con una patada en la canilla que este respondió con un puñetazo en el estómago. Gresca. Circo. Juegue juegue.
Al minuto 35′, Pelé cae en el área pero el árbitro niega el penal. La leyenda enfurece, lo encara, reclama imperial. Guillermo le señala las duchas, lo expulsa sin más. El Rey obedece. Llega el descontrol, los cánticos enfurecidos que caen de las gradas. Y los puños, las patadas, la mansalva cobarde de la jauría brasilera. Eran otros tiempos, el árbitro estaba más solo que nunca. Guillermo es un gladiador derrotado ante un circo que arde.
Para terminar: Pelé el antipático.
Debe salir en camilla, custodiado, herido, con el ojo inflamado. Y el partido, con Pelé de vuelta y sin él, debe continuar. Así es la justicia.
A Guillermo el fútbol lo conoce como ‘El Chato’. Fue el primer colombiano en pitar Copa Libertadores, arbitró en cuatro juegos Olímpicos y fue juez de línea en el épico Italia-Alemania de México 70. Murió la semana pasada.
Así que cuando le pregunten por el único árbitro que expulsó a Pelé, ya sabrá qué decir. Que fue un tal ‘Chato’ Velázquez, exboxeador. Un villano valiente que reclamó dignidad, costara lo que costara, y siempre en desventaja, en inferioridad numérica, para ese puesto maldito y solitario: el de árbitro de fútbol.
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