Soy malísimo para los nombres propios y tengo muy mala memoria. Además del fútbol, mi deporte favorito es exagerar y equivocarme en las predicciones.
Mañana es la primera final de Libertadores entre Boca y River. La primera parte del fin del mundo. Entonces nos acordamos de Ariel. Del eterno Ariel.
El Cholo Simeone lo echó (y River quedó último). J J López lo echó (y River descendió). Lo echaron del Mundial del 98 por un cabezazo barrial a Van Der Sar. De la Sampdoria salió mal. Del Fenerbache se escapó. La última vez que jugó fútbol profesional fue un viernes en la tarde con la camiseta de Defensores de Belgrano del fútbol del ascenso, fuera de forma, espectral, casi triste. También alcanzó la cima: con River fue campeón cuatro veces, fue el genio del Newells campeón de 2004, ganó una Libertadores y unos juegos Olímpicos. En el 94 fue el encargado de remplazar a Maradona cuando el mundo supo que el Diego dormía con la blanca mujer, Costa Febre lo bautizó Copperfield después de un golazo a Boca, y en su despedida 60.000 personas corearon su nombre en un Monumental a reventar.
Como le gustaba el vino, como le encantaba la cerveza, como siempre abrazó a la noche, no son pocos los que en vez de acordarse de su juego espacial bien pegado a la raya, de su gambeta potrero y sus pies inteligentes, lo señalan: “El borracho de Jujuy”, “el desadaptado de los diarios amarillos”, “el mediocre que prefirió la noche que la élite”. Allá ellos, que no entienden que para tipos como Ariel la élite, las camáras y el fútbol en inglés no son el paraíso perdido. Tipos que prefieren un mate sincero con los utileros, y necesitan el calor de los cercanos. Llegó el fin de semana del superclásico. Rebélese y, como Ariel, cope la nevera de vino y de cerveza y haga un asado con los suyos. Siempre con los suyos.
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MundoD
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