La opinión de los columnistas no refleja necesariamente la de Hablaelbalón.
Los signos que anuncian el cambio o el fin de una época son insoslayables. Se viene un mundial en un país como Qatar en donde no saben quién es Martín Palermo y no les importa ver los videos del mundial sub-20 del 97 en los que Aimar y Riquelme juegan juntos. Planeamos mundiales que se celebran en tres países al mismo tiempo y en los que participan 78 y medio equipos. Tenemos la propuesta de llevar partidos de la liga española a territorio norteamericano, tal como la NFL juega hoy en día partidos en Wembley y lo deja marcado de manera incomprensible, como diciendo: “esta ya no es su tierra”.
A la vuelta de la esquina está el fin de las finales a ida y vuelta en la Copa Libertadores, que serán reemplazadas por un partido único que algún día se jugará en New Jersey y que tendrá a Lady Gaga presentando su show antes del pitazo inicial o en el entretiempo. O, en su defecto, se pondrá música a todo volumen en los tiempos muertos para que los insultos de las hinchadas rivales no se escuchen. Así se hace hoy en el Campín, cuya tribuna popular llenaron de sillas para atraer espectadores y permitirles ver fútbol protegidos del fútbol. Con esto se anuncia el fin de las alegrías y parafernalias absurdas. Quieren inaugurar una tercera competición europea y nuevos torneos de selecciones en el verano, tal vez porque los jugadores descansan mucho, tal vez porque los hinchas todavía pueden pagar un partido más a la semana, tal vez porque hay mercado para ello.
Programan partidos desde las once de la mañana hasta las diez de la noche para que todo pueda ser televisado y para expandir la audiencia y las oportunidades para publicitar. Anfield y Old Trafford no rugen como antes, se van apagando lentamente. El Inter de Milán pasó seis años sin jugar Champions y el Milán pelea codo a codo con el Sassuolo por quedar en el séptimo lugar de la liga italiana. Ya nadie recuerda la semifinal que disputaron estos dos equipos en el 2003, en la que el partido de vuelta tuvo que ser suspendido en varios momentos porque las bengalas nada dejaban ver. El fútbol moderno se tragó a los dos grandes de Milán.
Tenemos el VAR que, independientemente de que sea una buena o mala herramienta, indica la preocupación de algunos directivos y gerentes por hacer justo un deporte que es por esencia injusto. ¿Qué sigue?, ¿que la posesión por encima del 70% dé un gol?, ¿que más de dos remates al palo den medio gol?, ¿que cuatro atajadas resten un gol? Todo indica que el propósito de estos hombres bienintencionados es asegurarle la victoria al equipo que más haga merecimientos. Se trata aquí de una noción perversa de justicia como ajuste de cuentas, de dar a cada quien lo suyo, lo que merece. Está en juego una concepción espectacular de la justicia que le asegura a los consumidores que por el pago de su boleta o de suscripción por cable podrán ver victorioso a quien más lo merece. ¿Quién nos va a enseñar que la justicia reside en otra cosa, si ya no tenemos el fútbol como lo hemos conocido?
Estas y otras señales más nos indican que el fútbol como lo conocemos está desapareciendo o, como dirían los entendidos, evolucionando. Y no se nos ocurre un mejor momento para declararlo clausurado, acabado, terminado, que el 24 de noviembre en el Monumental. No se nos ocurre otro momento para decir: «bien, el lugar hacia el que estábamos corriendo desde hace más de un siglo era este». El ciclo de campeonatos, super-campeonatos y re-copas termina acá. Acá termina todo.
Es lo que todos, sin saberlo, estábamos esperando. Y todos sabemos lo que va a pasar. Será un partido que no va a superar lo mediocre. Que si algo sucede será porque Izquierdoz o Pinola pifian, porque Rossi o Armani resbalan, porque a los gordos de Quintero y Cardona les da la gana de meter un pase inimaginable, o porque Gallardo y los mellizos le dan rienda suelta por cinco minutos a las fieras con bozal, hambre y sed que serán el Pity y Villa. Sabemos que Pablo Pérez y Leonardo Ponzio van a acabarle las pantorrillas a los rivales, que se van a hacer sacar una amarilla bien calculada antes de la media hora.
Sabemos que Barrios lo va a desactivar todo y que Pratto va a recibir de espaldas solo para esperar que alguien le pegue por detrás. Nadie se va a arriesgar a crear, salvo un milagro, porque cuando el fútbol alcanza su máximo momento de tensión no se trata de ganar sino de no perder y los Boca – River se recuerdan más por la desgracia del perdedor que por la alegría del ganador. Pero es esta mediocridad, inseparable del grado máximo de tensión, todo lo que, en el fondo, anhelamos. El gol de Palermo en la Libertadores del 2000 cobra su verdadera vida en la memoria si lo ponemos junto a rostro del Tolo Gallego viendo que el delantero va a entrar a la cancha. El caño de Riquelme solo tiene validez si notamos en la cara de Yepes el deseo de irse a los camerinos. El penal que Barovero le ataja a Gigliotti es mejor apreciado si pensamos que ese error mandó al 9 de Boca a jugar a China por dos años.
En el mejor de los casos, vamos a ver expulsados y algún pequeño empujón exagerado por la víctima. O, para un mayor dramatismo, una trifulca en el minuto 85, cuando el 0-0 del partido de ida esté sentenciado, hará que recordemos los primeros 90 minutos como un evento épico. Dios nos salve de los penales, la injusticia absoluta. Pero será un partido de fútbol como los de vieja data. A las 3 de la tarde, a la hora del fútbol. Como debe ser. Ojalá con papelitos y humo. No se nos ocurre una mejor ocasión para dejar el fútbol atrás: la Bombonera temblando en la ida, el Monumental llenando el cielo de Buenos Aires con pólvora a la vuelta.
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Que sea el capítulo final de la historia de este lindo deporte. Que las generaciones venideras puedan decir: lástima no haber vivido en los tiempos del fútbol, lástima no haber visto ese River – Boca, ese Boca – River. Que esos y esas jóvenes no nacidas, cuando vean las paredes pintadas recordando el marcador del partido, se pregunten: “¿Cómo habría sido estar en el último día del fútbol?”. Y que puedan pensar cuando lo vean por internet o en las bibliotecas: “¿eso era el fútbol?, ¿así de lento?, ¿así de rápido?, ¿así de patético?, ¿así de apasionado? ¡qué lindo!”. Y que puedan pensar, además, que ese partido habría podido durar toda la eternidad y que más valía decretarlo por terminado, junto con el resto del deporte.
Pensarán que la llave de octavos del 2015 era un presagio de que ese sería el partido que eventualmente detendría el deporte. El partido no-terminado, o que nadie quería que terminara, que un día decretaría el final del viejo fútbol y a suspenderlo en el tiempo, como un remanente del pasado imposible de recuperar. El partido que acabó con todos los partidos. No se nos ocurre un mejor momento para marcar el quiebre de este deporte y poder decir que después de él se tratará de otra cosa.
Y luego que inventen lo que quieran. Equipos de veinte jugadores. Con dos porteros. Partidos con prueba de resistencia física en vez de penaltis, con drones en vez de jueces de línea y que el central sea escogido en elecciones populares; con cuatro entretiempos, cinco técnicos y la prohibición de las emociones desbordadas. Las grandes promesas actuales estarán en otros oficios. Mbappé es librero, Salah es líder religioso, Wilmar Barrios senador de la República, Pulisic estudiante de doctorado, Harry Kane diseñador gráfico… Aparte, ¿qué más da si a Messi y Ronaldo no les quedaba mucho de carrera profesional? Todos se lamentan pero aceptan con gracia ese destino inexorable. “Podía ser más de nosotros pero llegó el fin”. También se preguntan: “¿qué tanto más podíamos nosotros o ustedes darle al fútbol después de ese Superclásico de todos los tiempos?”. Y será entonces claro para ellos y para todos nosotros que ese 24 de noviembre en el Monumental todo se había consumado, que nada nuevo podría haber jamás bajo el sol, que no habría manera de ignorar que después de esa fecha nada podía ser igual a antes.
Termine con: Crónica del mejor Superclásico de la historia
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