Tras la masacre en Pulse, la prensa mundial se volcó sobre el hecho y derramó todo su apoyo a las víctimas. La bandera arcoíris que agrupa la diversidad sexual se ondeó más alto que nunca. Debo admitir que sentí el rechazo que da esperanza de cambio. Pero siento que el fútbol quedó debiendo en la lucha contra la homofobia.
Es cierto, sí hubo muestras: el homenaje del Orlando City, la cinta de capitán arcoíris que usó Bradley en el partido contra Costa Rica y uno que otro minuto de silencio. Debo decirlo #OrlandoUnited me conmovió profundamente. Me conmovió porque más que un gesto lindo, los gestos solidarios son necesarios. La solidaridad es sangre nueva que corre por las venas de quienes reclaman justicia por la sangre derramada. Pero fue todo periférico. Fue un apoyo como el del que llora a un muerto ajeno. Vi un rechazo fuerte del fútbol a la violencia, pero me dejó un profundo vacío en el estómago la ausencia del rechazo a la homofobia.
No nos digamos mentiras, hay una homofobia escalofriante dentro del fútbol profesional mundial. Es de las peores, es la invisible, la sistemática. Nadie habla de ello, nadie se lo toma enserio. A los futboleros nos basta aplaudirle a un capitán con una cinta arcoíris para dejar el tema quieto. Acaso nunca nos preguntamos, ¿dónde está la diversidad sexual en las canchas?
En la liga profesional masculina de los Estados Unidos hay un solo hombre abiertamente gay: Robbie Rogers. Hace 4 años, el mediocampo decidió retirarse del fútbol a la edad de 25, solo para poder declarar públicamente su homosexualidad. Fue un retiro corto. Quizás pensó que nunca podría jugar siendo gay; cosa que diría mucho acerca de la presión que ejerce la heteronormatividad sobre el fútbol. Sin embargo, volvió y hoy en día es el único jugador homosexual declarado de toda la liga. Hace un mes, en una entrevista a Chelsea Handler, Rogers se mostró frustrado. Nadie ha seguido sus pasos después de 4 años.
La carrera de David Testo en la MLS terminó en el 2011. En octubre salió del Montreal Impact. En noviembre, el mediocampista declaró ser gay en una entrevista. Después de sus declaraciones no volvió a conseguir que un equipo lo fichara; ahora es profesor de Yoga. Ese mismo año, Antón Hysen, un jugador de la 3ra divisón sueca, se hizo famoso al salir del clóset estando activo en el fútbol. Públicamente ha declarado que sabe que habrá camerinos donde no podrá llegar por su orientación sexual y está dispuesto a afrontarlo. Cuando se buscan referentes de renombre, se habla del alemán Tomás Hitzlsperger que después de una carrera de élite en Europa anunció su homosexualidad cuando se retiró en el 2014.
No se necesita una búsqueda extensiva para encontrar la lista de jugadores gays en el fútbol profesional masculino. En Google se encuentran en todo tipo de listas con títulos como “los valientes”, “los activistas”, “los mártires” y demás rótulos que buscan el exotismo para viralizarse en el internet. Más que el morbo digital, lo preocupante son las declaraciones calcadas que están transcritas en cada artículo: en su coming out todos incitaron a los demás a salir del clóset, años después han declarado la frustración de seguir siendo los únicos de su entorno.
El primer comercial sobre homosexualidad en el fútbol. Está lindo, pero no se dan un beso.
Hay que derretir un iceberg. La homofobia hace parte de la rígida estructura del fútbol profesional. Es una enredadera que ha crecido parasitariamente en el tallo del deporte. Está claro que se empieza por los camerinos. Una frase de Cassano logra resumir el aire heteronormativo que allí se respira: “si hay maricones en el vestuario, es problema de ellos, yo espero que no”. Se respira una discriminación letal. Invisible, un gas venenoso que aniquila la diversidad sin que se haya presentado. Jorge Valdano expresó la paradoja de la discriminación invisible cuando dijo alguna vez “el vestuario no es homófobo, simplemente no es este un tema de conversación habitual”. Los hábitos son fruto de las interacciones sociales. Lo aceptable, lo ‘normal’, lo habitual son limites que se fijan las sociedades. Éstos constantemente se negocian y se luchan a través de la actividad humana. Si no es habitual que se hable, no es que no haya gays en los camerinos, es porque al parecer hay en el fútbol una política al mejor estilo discriminador del Don’t Ask, Don’t Tell de Clinton.
La homofobia hace parte de la rígida estructura del fútbol profesional.
En las tribunas, se respira también. Y se exhala mucho más. Los insultos homofóbicos desde las gradas están normalizados hasta más no poder. Cualquiera que haya ido a un estadio lo ha vivido: maricón, gay, cacorro, loca, puto son calificativos que frecuenta el hincha. La creatividad de las barras bravas (o hooligans, o ultras) se vale de la homofobia para componer cánticos que humillen a su rival. Está claro, en las tribunas la discriminación no es un gas, es una AR-15.
La carrera de Jesús Tomillero recibió más de una bala de ese rifle, hasta que en mayo de este año falleció. Tomillero la vio asesinada porque no aguantó más los insultos. Salió del clóset para ser el único árbitro en España que abiertamente se inclina sexualmente por otros hombres. Sin embargo, no logró serlo mucho tiempo. No alcanzó ni siquiera a proyectar su carrera afuera de la Segunda División de Andalucía, categoría para juveniles de 17 años. A sus 21 años, los insultos que atacaban su orientación sexual pudieron más que su amor por el fútbol (y todos sabemos que nadie ama más el fútbol que un árbitro). Se retiró solo 14 meses después de haber publicado en redes sociales una foto con su novio.
Sí, los medios de comunicación y las organizaciones de activistas salieron a apoyarlo. ¿Y los jugadores de la comunidad queer? Nadie. Contra toda estadística, en España no hay ningún hombre abiertamente homosexual que juegue el fútbol profesional. Nunca ha habido. Voy tomar prestados los números de Rubén López, activista gay español: “Son cuarenta y dos equipos con veinte jugadores. Es decir, ochocientos y pico en total. Pongamos que cada cinco años renuevan plantilla, así que estamos hablando de cerca de quince mil jugadores y exjugadores [desde que comenzó a jugarse la Liga]. ¿Y ninguno es gay?”. Es evidente que en el fútbol español es inaceptable ser hombre homosexual.
La homofobia en fútbol acaba carreras, acaba vidas. Ejemplos de carreras truncadas hay casi la misma cantidad que casos jugadores gays. La historia de Justin Fashanu bien podría ser un Canto de Maldoror, un poema de Pizarnik, un cuento de Kafka. Es sin duda, la más famosa en la intersección fútbol y homosexualidad. Su biografía es una con un final macabro y retorcido: retrato de un odio histórico que han tenido que soportar aquellos que no hacen parte del régimen hegemónico.
Fashanu era un hombre negro de noventa kilos distribuidos a lo largo de un cuerpo de metro noventa. Escogió el fútbol sobre el boxeo, siendo un espectáculo para aficionados de ambos deportes. Llegó al legendario Nottingham Forest de las dos Champions en fila, y junto a los papeles de su escandalosa transferencia de 1 millón de libras, llegó también el rumor de que era homosexual. El mítico Brian Clough, entonces técnico del equipo, no pudo asimilar que esa bestia goleadora -símbolo indiscutible de la virilidad- fuera vista frecuentando un pub donde acudían homosexuales. La respuesta: el ostracismo. Rodó cuesta abajo en una espiral de desgracia que le llevó de equipo en equipo hasta su retiro. Tocó fondo cuando la acusación de haber violado a un menor de edad llegó a su puerta. Fashanu, que entrenaba a un equipo en Maryland en el momento (Estado donde ser homosexual era un delito) huyó a Inglaterra. En la nota que acompañó su suicidio, explicó que el sexo había sido con consentimiento, que huyó para tener la certeza que no tendría un juicio justo dado que sabían de su orientación sexual y -no puedo escribir estas líneas sin un nudo en la garganta- que se quitaba la vida porque no quería seguir avergonzando a su familia y amigos.
Blatter respondió con “yo diría que deben abstenerse de cualquier actividad sexual”
La homofobia en el fútbol es clara, es tajante, es violenta y es letal. Y lo peor: las instituciones son cómplices. En el 2010, el entonces presidente de la FIFA (ahora también conocido como ladrón de cuello blanco) Josep Blatter fue criticado por otorgar la sede del Mundial 2022 a Qatar. Una de las fuertes críticas residía en la legislación anti-gay que hay en Qatar donde se castiga con latigazos y cárcel las relaciones homosexuales. Ante la presión pública que pedía medidas para que los fans no-heterosexuales puedan asistir al Mundial, Blatter respondió con “yo diría que deben abstenerse de cualquier actividad sexual”. Más que un chiste de mal gusto, es discriminación. Es reducir las necesidades de un sector de la población a una broma.
La FIFA no ha logrado tomarse con seriedad la homofobia. Ha llevado a cabo severas sanciones contra insultos racistas: en Ucrania en 2013, en España en el caso Dani Alves, en Perú en el caso de Luis Tejada. En el 2013 aumentó las sanciones hacia los insultos raciales, y luego en 2015 nuevamente. Sin embargo, la homofobia ni siquiera está en la agenda. En el Mundial de Brasil 2014 se denunció a la hinchada mexicana por su famoso grito de ‘Eeeh… Puto’ a los arqueros rivales en el saque de meta. Sin embargo, fue un gesto vacío. La amenaza terminó siendo una apología a la discriminación cuando a través de un comunicado la FIFA desestimó la denuncia al considerar que bajo el contexto del Mundial el grito no resultaba insultante. Desestimar la gravedad del insulto es legitimar el lenguaje discriminatorio. No hay que leer a Habermas, ni a Bordieu para entender que el propósito de un insulto es denigrar a otra persona, y si lo que se busca es denigrarlo llamándolo homosexual, lo discriminatorio en ese caso es considerar que ser homosexual es denigrante. Ahora, el que sí los ha leído entenderá mejor que el lenguaje es una herramienta de dominación y legitimación de regímenes de poder: insultar con ‘puto’, en cualquier contexto, es discriminación.
No obstante, en esta Copa América todos hemos escuchado nuevamente el ‘puto’ (imagínese lo duro que suena en el estadio para que usted lo escuche por televisión) y la FIFA ha vuelto a amenazar. La Federación mexicana se movió y ya tiene a los arqueros de la selección mexicana como la imagen de #YaPárale, una campaña donde se invita a los hinchas a parar de gritar ‘Puto’. Lo triste es que la invitación se hace no por el carácter discriminatorio del acto sino para evitar la sanción de un estadio a puerta cerrada.
En México tiene que revisar sus prioridades.
Me da vergüenza tener que decirlo, pero quizás, de toda la investigación, la homofobia más flagrante la tenemos en nuestro país. No quiero entrar en la polémica discusión de si hay o no un círculo de acoso sexual homosexual en el arbitraje profesional colombiano. Basta con decir que el presidente de la Difutbol -la división de fútbol de formación-, Álvaro Gonzalez, es capaz de decir que “no hay nada con más posibilidades de contagiarse, no hay peor enfermedad, si se puede llamar así, con el respeto del que la sufra, que el homosexualismo” en una entrevista con Antena 2. Es capaz de decirlo porque así lo cree. Una persona con creencias tan discriminatoria no puede ser la cabeza que dirige las divisiones donde se forman los jugadores colombianos.
Hay que rescatar pequeños ejemplos institucionales como el del Borussia Dortmund, que vetó 3 años del estadio a un grupo de hinchas que sacudió desde las gradas una pancarta homofóbica. Son granos de arena que tenemos que recolectar. A eso tenemos que apuntar. ¿Y mientras tanto qué hacemos? ¿Nos hacemos los de las gafas y dejamos que monten un rancho aparte? ¿Una especie de Selma para homosexuales que quieren jugar a la pelota?
Eso es lo que está sucediendo. Los Dogos fueron el primer equipo de fútbol para hombres queer, por supuesto aceptan heterosexuales; los siguieron Los Cóndores en Chile, la TriGay en México. Los Gay Games son los olímpicos de deportistas queer. El Mundial de Selecciones Gay es un torneo de fútbol organizado por organizaciones LGBTI. Hasta existe una entidad homóloga a la FIFA: la International Gay & Lesbian Football Association. Es un panaroma, a mi gusto, agridulce. Por un lado la comunidad queer ha encontrado un espacio para jugar al fútbol a nivel competitivo sin ser víctima de discriminación. Por el otro, es una solución interina que termina por reforzar el mensaje discriminatorio de “en el fútbol profesional no hay gays”. Tanto es así que Ariel Heredia, el presidente de Los Dogos, le ha pedido a la AFA que los reconozca como la selección gay oficial. En sus palabras “es más factible que eso pase a que algún jugador de la Liga argentina admita que es homosexual”.
Es difícil. Todas las luchas lo son. Pero son derechos que merecen dar la pelea. Jesús Tomillero, Rosa Parks, Rubén López, Martin Luther King Jr., Justin Fashanu, Malcolm X, Ariel Heredia: hay paralelos. Pero necesitamos que se visibilice. Que en los camerinos se hable de ser gay. Que las tribunas se sancionen cuando sea necesario y se les explique que ser gay no es un insulto. Necesitamos que los jugadores y árbitros valgan por su fútbol y no su sexualidad. Necesitamos que el fútbol llore sus muertos.
Necesitamos gays en el fútbol.
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